Imagen de Ed Polish & Darren Wotz "Mira el feliz imbécil, nada le importa un comino. Ojalá yo fuera imbécil. ... Dios mío, puede que lo sea."
R. Fairchild
"Durante un tiempo intenté ser filósofo, pero tuve que dejarlo: la alegría siempre me invadía."
Oliver Edwards
«Iba a adquirir un ejemplar de "El poder del pensamiento positivo" y luego pensé: "¿Y qué bien me haría eso?"»
Ronald Shakes
«Me quedo atónito cuando la gente dice que quiere "conocer"el Universo cuando es tan difícil no perderse en Chinatown.»
Woody Allen
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La vida es corta pero ancha. Ése es uno de esos títulos de novela que me gustan. Y es muy cierto. Un comentario de Ana sobre el tan inexplicablemente popular libro "El secreto" me hizo pensar en las razones por las que la gente busca la clave de la felicidad en cosas como esa pseudofilosofía del pensamiento positivo.
Practicando mi acostumbrada "filofofez" (por lo fofo de sus cimientos intelectuales y su falta total de rigor), en un ataque de filosofía de cocina fui desmadejando el hilo hasta que llegué al famoso problema de la felicidad. La búsqueda de la felicidad, o la falta de ella. Creo que nuestra civilización va a pasar a la historia como la primera que tuvo el suficiente tiempo libre como para permitirse el lujo de buscar la felicidad personal, y que obtuvo muy pobres resultados.
Desde que nacemos, los afortunados occidentales tenemos prácticamente todas nuestras necesidades de base cubiertas (comemos todos los días, la mayoría incluso varias veces al día, tenemos ropa de sobra con la que cubrirnos y un techo bajo el que dormimos todas las noches, sin miedo a ser atacados, violados o bombardeados). Así que con ese punto de partida, ser felices ha llegado a convertirse en un estado lógico al que hay que acceder, un objetivo, ya que todos los demás objetivos que son los primordiales para la mitad del planeta (comer, vestirse, sobrevivir) y que dan sentido a sus jornadas, nosotros los damos por descontado.
Ahí es donde siento un hormigueo incómodo, donde me da la comezón "filófofa": en estos tiempos en los que la felicidad es la aspiración principal en las sociedades ricas, ser feliz... ¿se ha convertido realmente en una obligación? ¿Es la medida del éxito?
Otro hormigueo. Entre los que nos consideramos felices (y me incluyo en esta categoría)... ¿los hay que lo son por mala conciencia? ¿Es la nuestra una felicidad perfumada con un poco de culpabilidad? (En mi caso puedo afirmar tranquilamente que no, por razones personales de las que hablaré más abajo.)
Por otra parte, en ninguna otra época Occidente ha parecido tan desorientado como hoy. Dejando a un lado la religión, hacia la que una gran parte del planeta se ha vuelto con fuerza renovada y polarizada por el enfrentamiento Oriente-Occidente, en ningún otro momento histórico la gente ha parecido tan perdida. Imagino que no saber por dónde le da el aire y qué leñes hace uno en este mundo es una condición inherente al hecho de ser humano y -más o menos- racional. Pero el tener que buscarse la manduca antes daba un sentido inmediato a la existencia. Como dice Mafalda, tras ver media hora la tele, una llega a la conclusión de que si conduces un coche nuevo, bebes una cerveza fantástica y tienes un buen frigorífico, "pues tenés que ser muy tarado para no ser feliz".
El caso es que la gente aún corre como loca hacia cualquier cosa que de sentido a sus vidas y que aporte la tan ansiada felicidad. En los 60 la peregrinación era un poco diferente, era un momento de cambios mayores y se buscaba una forma de reemplazar las viejas religiones por una espiritualidad menos conservadora. En ese aspecto, curiosamente, parece que hemos retrocedido. Al menos en Norteamérica y en Oriente medio. Y Europa tampoco es que progrese a la velocidad de la luz. (No sé si habéis oido el jaleo que ha levantado la decisión de la Iglesia anglicana de aprobar la ordenación de las mujeres al obispado).
Cuando todas esas hordas de occidentales bienpensantes de izquierdas (dicho sea sin tono despectivo ninguno, sospecho que yo misma entro bastante en esa categoría) parten al galope a hacer voluntariado a Africa, América Latina, y vuelven extasiados por la sencilla alegría y la capacidad de felicidad de los habitantes de muchos países subdesarrollados (me niego a decir "en vías de desarrollo"), sólo están hablando de lo obvio: cuando uno no sabe si mañana le van a pegar un tiro o va a morir de SIDA, el momento presente es lo único que posee realmente, así que su valor aumenta. La precariedad y las condiciones de vida miserables hacen que el mero hecho de seguir vivo sea excepcional. No hay tiempo de perderse en patéticas reflexiones como: "¿Es la vida una mierda?"
Así que todos los occidentalitos que se lanzan a todo tipo de filosofías New Age, como un perro se lanza sobre un hueso, no necesitan realmente que un nuevo guru les recuerde el valor del momento presente, no. Un machete pegado al cuello o un kalashnikov a la sien cumplirían perfectamente esta función de revelación ultraterrena.
En mi caso personal, ni he alcanzado la iluminación ni el nirvana, ni quiero que todo lo anterior sea interpretado como suficiencia y "yo estoy de vuelta". Yo no sé nada que vosotros no sepáis ya. Aún me pregunto qué demonios hago aquí. Pero puedo decir sin lugar a dudas que soy feliz. Soy feliz como no lo he sido en mis primeros 25 años de vida, y esos años infelices me los debo en gran parte a mí misma. Soy tan feliz que la única nube en mi cielo permanentemente azul es que sé que, en algún momento, esta felicidad terminará. Otra comenzará después, quizá, pero será diferente. Porque el cambio forma parte del contrato. La enfermedad, la muerte, son algunas de las cláusulas obligatorias, y sé que vendrán. A su debido tiempo.
Para llegar a este estado no leí a Eckhart Tolle, ni seguí ningún cursillo. Simplemente me pasó algo muy poco original: vi morir a mi padre cuando yo aún estaba en la veintena, en esa edad en la que nadie piensa en enterrar a sus padres en lo inmediato, en la que te da la impresión de que tendrás mucho tiempo por delante para arreglar todos los malentendidos, y empezó la reflexión.
Como era la primera vez que veía morir a alguien, acompañar a una persona querida en su enfermedad es algo que te golpea como un buen puñetazo. Con las típicas revelaciones: la mortalidad, (la mía propia, pero sobre todo la de los demás) la enfermedad, el sufrimiento, vinieron y me dieron dos bofetadas. La gente a la que quiero no estará aquí para siempre. Yo tampoco. Sé feliz ahora, porque dentro de una hora puedes estar muerta. Suena desesperado, y tópico, pero no lo es. Ahí se terminó mi adolescencia (dio algunos coletazos finales, pero acabé por crecer), todos esos sentimientos victimistas y de injusticia, las sesiones de arrascamiento de ombligo. Porque podemos morirnos, oye. Y el camino puede ser lento y doler. Y yo perdiendo el tiempo mirándome las pelusas ombligueras hasta los veinticinco.
No es algo que se pueda aprehender intelectualmente, podéis leerlo y escucharlo, pero no es como experimentarlo. El día en que lleguéis a sentirlo en vuestras propias tripas, el día que recibáis las bofetadas, ese día lo habréis entendido realmente.
Esto no quiere decir que no me levante de mala gaita una mañana, que no tenga bajones, como todo el mundo. Pero nunca duran mucho. Mis broncas con mi pareja son breves y sumamente espaciadas, ambos sentimos que hay muy pocas cosas que merezcan enfadarse realmente con el otro. Evidentemente, el hecho de que monsieur M. vea las cosas de la misma manera ayuda mucho. A veces lamento lo lejos que está mi familia, el que cuando vuelva a ver a mis sobrinos habrán crecido mucho, y que lo habrán hecho sin que yo esté allí para verlo. Pero esos momentos se me pasan cuando pienso que al menos están bien, son felices. El mundo sigue girando y no me necesita para hacerlo.
Lo que he aprendido también me ha ayudado, sin duda, a no dedicar tiempo a gente que no me aporta nada. Cuando sabes que no es seguro que mañana vayas a seguir estando ahí, no pierdes el tiempo en chorradas. Cuando estoy realmente cabreada con un ser querido, pienso: "si esta persona me anunciara que tiene una enfermedad terminal mañana, todo esto, ¿tendría realmente tanta importancia?" 99 por ciento de las veces la respuesta es no. La idea es no esperar a que la persona agonice para tratarla lo mejor que nos sea posible.
Por eso todos esos gurus del pensamiento positivo me tocan las narices sobremanera. Lo único con lo que podemos contar con toda seguridad, son los cambios, lo imprevisto, lo de "la vida es eso que te pasa mientras tú hacías otros planes". Por supuesto que mirar el lado bueno ayuda. Lo cierto es que, si bien tenemos una gran influencia sobre nuestras vidas -y eso siempre depende de en qué país haya nacido uno, claro, cuanto más pobre y caótico, menos influencia-,a veces hay cosas que pasan por puro azar, o maldita mala suerte, sin más. Shit happens. Eso es la vida.
Buenas personas enferman de cáncer, perfectos hijos de p&*a gozan de una salud maravillosa, los accidentes existen. No podemos -ni debemos- controlarlo todo, con lo que tampoco podemos culparnos de todo. No se puede conseguir todo con la mera fuerza del pensamiento positivo, eso es pensamiento mágico, y uno lo deja atrás cuando llega a la edad adulta. Pero sí podemos -y debemos- aprender de las cosas difíciles que vivamos. Muchas veces no controlamos las circunstancias, lo único que controlamos es nuestra reacción ante ellas.
Misma idea, mejor expresada: poner las cosas en perspectiva. A mí me ayuda mi trabajo, en el que veo todos los días a familias con niños muy enfermos. Cuando me da un ataquito de lamentación, pienso en que soy capaz de andar, ver, oír, comer, respirar e ir al baño sin necesidad de ayuda, y en que mis sobrinos y familia también tienen esa suerte. Dicen por aquí que "quien se compara, se consuela", pero no es una cuestión de comparación, sino de apreciación. Y de derecho a abrir el buzón para quejarse.
Durante gran parte de mi adolescencia lei cosas como Burroughs, Bukowski, Plath... y cualquier autor atormentado que cayera en mis manos. Vale, es normal estar atormentado en la "dolescencia" (por dolor), cuando no te gusta nada sobre la faz de la Tierra, y en particular tu propia cara. Y esa gente por escribir, escribía bien.
Lo que empieza a parecerme más inquietante es cuando veo a gente de mi edad -y más mayores- autoproclamándose la conciencia de la humanidad, la voz de la lucidez. La infelicidad como postura estética, viniendo de alguien con más o menos las mismas condiciones de vida que yo, sin razones reales, me toca las narices, me da urticaria, me pone de una mala leche indescriptible. Como todas las afectaciones. Me parece una adolescencia demasiado prolongada.
A lo mejor es que veo en el curro a mucha gente con motivos reales de infelicidad, y a veces, cuando apenas puedo disimular la bola en la garganta que me produce el mirar a sus hijos enchufados a un respirador, son capaces de soltarme un chiste para facilitarme la tarea.
Debe de ser la edad. Lo descubrí cuando vi la película "Amores perros", y otras en la misma línea. Vi que lo que me había hecho disfrutar durante tanto tiempo, esa estética de la depresión, me resultaba mucho menos atractivo desde que había experimentado en mis propias carnes algunos motivos reales de infelicidad. Ahora soy una gran fan de las películas de dibujos animados y del cine musical. Veo en "My fair lady" y en "Wallee" virtudes que no podría encontrar en algunas películas de Bergman. A pesar de lo bueno que es.
Escapismo, dirán esos estetas de la desesperación. Disfrute, HUMOR, responderé yo, impertérrita. Hace tiempo que he empezado a desconfiar de la gente que se toma excesivamente en serio. Yo incluida.
Para terminar este enorrrme plastazo de post, lanzo algunas preguntas:
La infelicidad crónica: ¿es un síntoma de consciencia elevada? ¿Es uno realmente más consciente por pensar que nuestra generación, civilización, planeta, la vida entera, vaya, es una -con perdón- puta mierda? ¿La lucidez, necesita siempre antidepresivos? ¿O es ésta otra forma de ceguera?
Ser feliz, ¿es un forma un tanto vacuna - o bovina- de pasar por la vida? Los infelices crónicos, ¿tienen razón? Y si la tienen, ¿por qué en lugar de quejarse no fundan un partido, una ONG, dan un golpe de estado para salvarnos a todos de nuestra propia idiocia, se autoinmolan a lo bonzo en forma de protesta, en suma, pasan a la acción y dejan de tocarnos los cascabeles? (En mi opinión, la infelicidad como postura estética es una forma de justificar el estancamiento, de no responsabilizarse de nuestras propias vidas, de incapacidad o de falta de ganas de actuar, de cambiar.)
¿Somos realmente más maduros, más adultos, cuando nos proclamamos felices con nuestra vida tal y como es, o sólo más conformistas, más inmovilistas? ¿Es la felicidad una forma de letargo?
Espero impaciente vuestras respuestas.