sábado, 21 de noviembre de 2009

Al fin




Lo hice. Casi dos años, (a tiempo parcial, todo hay que decirlo), 165 densísimas páginas, dos anexos, 139 artículos lingüísticos, antropológicos y sociológicos, múltiples canas, tres kilos superfluos, paquetes y paquetes de Jelly Beans, litros y litros de café, numerosos antiácidos y algún que otro analgésico, incontables quejas, suspiros, lloros y gruñidos, y un blog más tarde, terminé de revolucionar el mundo de la lingüística. O así. Terminé la tesina.

Perdonadme, pero este blog se declara formalmente en vacaciones de Navidad. O en vacaciones de lo que sea. No pienso acercarme al ordenador más que para leer mis correos y el periódico (bueno, y vuestros comentarios, y desearos felices fiestas).

Con el año nuevo, la vuelta al trabajo y el fin del encierro académico, a la cocina montrealesa le esperan grandes cambios. Reformas mayores.

Ahora con vuestro permiso, voy a pegarme un ataquito de nervios y a llorar un buen rato. Después, voy a servirme un copazo. No bebo, pero da igual. Hoy, sí. Y cómo.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Sopa de cebada / Soupe à l'orge


Termino el oscuro mes de noviembre y esta especie de monográfico de recetas otoñales de las últimas semanas con un poco más de optimismo y una receta reconfortante y muy clásica en la cocina quebequesa: la sopa de cebada. Especialmente recomendada para los que nunca han probado este cereal en otra versión que fermentado y embotellado (o en una caña), esta sopa, doméstica y humilde, viene muy bien para aprovechar todos esos "fondos de cajón" del frigo con los que no sabéis muy bien qué hacer. Y tiene la ventaja de no provocar tripa cervecera.

En mi versión utilicé un poco de tomillo fresco y perejil, como únicas hierbas. Y aproveché un apionabo, un poco de calabaza y unas chirivías de mi última visita al mercado. Las légumes-racines (raíces, como el nabo o la zanahoria) son muy típicas en este tipo de plato.

No os dejéis engañar por sus aires modestos: está llena de texturas sorprendentes y sabores complejos. Y sabe a patrimonio, a otra época, cuando uno se apoyaba en el arado o el azadón y se enjugaba la frente con la manga antes de sentarse a comer un cuenco.

Desde que busco dónde instalarme en el campo, estoy de un agrícola-petardo terrible. Tengo que vigilarme, o voy a terminar tomando cursos de alfarería, tejiéndome yo misma el lino de mis blusas y comprándome un arma. Se empieza por cultivar todo orgánico, y se termina por unirse a un grupo milenarista apocalíptico de ultraderecha, llenando el sótano de conservas y aprendiendo a disparar, os lo digo yo.

Creo que necesito un paseo por el centro ya mismo. Consumo desenfrenado, librerías, escaparates, gente estresada y Starbucks. También necesito terminar la tesina, de la que me quedan apenas seis páginas. Por mi salud mental y la de todos los seres vivos (felinos y humanos) que comparten la barraca montrealesa conmigo. Este sprint final académico hace que esté muy agreste y primigenia, muy para-qué-peinarme-o-ni-siquiera-lavarme-el-pelo-total-no-salgo-a-la-calle. Sospecho que huelo mal. Y es que tanto terruño, tanto campo ancestral y tanta vuelta a las cosas sencillas no pueden ser buenos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Solanáceas solsticiales rellenas (Pimientos rellenos muy otoñales, vaya)

Llegados a esta época en la que el otoño está en pleno ocaso, en la que mis ánimos declinan tan rápido como el sol, todo lo que me apetece publicar tiene un fondillo negro, y contiene las palabras "crepúsculo", "ocaso", "declive", "decadencia", o sinónimas. Noviembre siempre me produce ese efecto: me haría cookies salpicadas de antidepresivos y chocolate. (¿Existirán las pepitas de Zoloft ? ¿Prozac, chocolate blanco y nueces de pecán?)

No es tanto mi sentido del humor el que mengua (¿veis? "menguar" es otro de esos verbos deprimentes), creo que es mi serotonina. Durante un mes, en el que las noches son bastante más largas que los días, mis orígenes de país del sur de Europa se me echan encima, y me recuerdan que nadie está hecho para vivir bajo cero y con menos de diez horas diarias de luz. Tanta noche provoca unas ganas de dormir continuas, una falta de energía notoria y unas ganas de suicidarse de una sobredosis de hidratos de carbono. Nunca la pasta, la fritura y el chocolate ejercieron tanta presión maligna sobre mi férrea voluntad de no llegar a los 250 kilos. Todos al mismo tiempo, proclamo. (Me pregunto si unos espaguetis acompañados de patatas fritas con salsa de chocolate fundido por encima estarán ricos...). Nunca me costó tanto extraerme del pijama de franela. Nunca la mantita en la tripa en el sofá de cuadros me pareció tan atractiva. Nunca mis dos gatos me dieron tanta envidia, con sus dieciséis horas diarias de siesta.
Tengo que acordarme de no mudarme a Nunavut. Ni a Groenlandia.

Saquemos fuerzas de flaqueza, despojémonos de la bata de ositos, cambiemos las oscuras y vagamente siniestras imágenes de pinturas de Arcimboldo por mis acostumbrados collages du marché, y cocinemos algo con los restos de la cosecha quebequesa. Antes de que caigan esas nevadas bestiales y de que empecemos a pagar fortunas por verduras que nos vienen por avión de Chile, en business class. Tomando martinis, a juzgar por los precios.


Los pimientos rellenos de carne parecen ser un plato familiar de lo más entrañable en Quebec. La receta clásica se prepara con ternera, pero esta vez hice una versión vegetariana, con esa soja texturizada que imita tan mal a la carne -pero que a mí, personalmente, me gusta- y que aquí lleva un nombre divertido: "sans viande hachée" ("sin carne picada").

Esa soja que detesta monsieur M., que descubre demasiado tarde, cuando ya está masticando, y que le hace amenazarme con un "mañana me zampo una hamburguesa", e insultarme de forma soterrada: "vegenazi". Y que hace que yo me encoja de hombros diciendo: "Son tus arterias, chacho". Mi observación subsiguiente sobre lo difícil que resulta verse el pene cuando uno tiene una tripa considerable también parece surtir efecto. Monsieur M. dista mucho de ser un machista o un falócrata, pero creo que aprecia en su justa medida poder vislumbrar aún todas las partes de su nórdica anatomía. Así que se come la soja y se calla, sin más comentarios.

Siempre me ha gustado bautizar las recetas con nombres aliterativos, pero últimamente soy consciente de que me estoy sobrando. Padezco de inflamación del título, y ni siquiera me lo estoy mirando. Os pido mil perdones. Pero al fin y al cabo, lo importante en este blog es que YO me lo pase bien :-).
La receta, inspirada en los estudios de mi bioquímico preferido, Béliveau, aquí. (Por supuesto, la trastée un poco: en lugar de miga de pan, utilicé arroz integral para ligar el relleno, que me parece que le da una textura más interesante. Y el ajo, sin medida, como siempre.)
También podéis ver los videos del programa, bastante simpáticos, si sois capaces de relajaros y haceros a la idea de que el francés quebequés no suena igual que el de Francia y de que no entenderéis todo a la primera. Si queréis hacer una versión vegetariana como la mía, simplemente remplazar la carne de la receta por soja, seitán, quinoa con nueces o cualquier otra cosa que os apetezca y que irrite a vuestro consorte (estoy segura de que con un pescado azul o con lentejas, también estarán ricos).

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Crema crepuscular de coliflor y cúrcuma (con queso azul y relish de peras y dátiles)

Noviembre en Quebec es el mes crepuscular, el mes en sepia, en blanco y negro. Una vez terminado el esplendor de octubre, todo lo que nos queda tras la caída de las hojas son unos bosques monocromos, con las ramas desnudas recortándose contra el cielo frío de un gris de plomo. La ausencia súbita de color tras la explosión otoñal es desconcertante. Como un crepúsculo que dura semanas.

Los días son cortos y las noches largas y bajo cero. A la caída del sol, los quebequeses aceleran el paso, con prisa por llegar a una casa que les ofrezca el poco de calor y luz dorada que la naturaleza les niega por el momento. Es el mes en el que nos sentimos cansados y ligeramente descorazonados, un mes hecho adrede para que nos entren deseos de ver caer la nieve, lo que sea que aporte un poco de luz. Es un mes propicio para comer sopa.


La sopa de hoy, una crema muy poderosa de coliflor y cúrcuma con queso azul y un relish casero de pera y dátiles como acompañamiento, es una sopa de otoño tardío, sustanciosa y llena de sabor, perfecta para afrontar este mes oscuro.

Para prepararla utilicé una coliflor amarilla (en Quebec se encuentran de varios colores), pero se puede preparar perfectamente con una blanca. Para el acompañamiento, utilicé un par de peras bien maduritas y un queso estilo Cambozola, a falta de queso azul. Aunque yo personalmente recomendaría un queso azul fuerte, tipo Stilton, Roquefort o Cabrales. En mi caso, tuve que apañarme con lo que había por la nevera.

La receta, ésta, forma parte de este libro, una de mis últimas adquisiciones, un libro muy majete que dona los beneficios de la venta para una buena causa. Ha sido adaptada muy, pero que muy, libremente: como hierbas aromáticas utilicé, además del tomillo, un poco de romero y un poco de salvia, y un queso diferente, como ya he comentado arriba. Añadí cúrcuma, una especia muy amarga pero que contrarresta estupendamente el sabor dulce de la coliflor. Curiosamente, a pesar de su gran poder colorante y del color amarillo de la coliflor, la crema terminó siendo ligeramente verdosa, probablemente por el queso fundido.

Mucha gente utiliza indistintamente los términos relish y chutney. Sin embargo, hay una diferencia entre los dos. En mi versión también modifiqué un poco el relish (que no chutney :-): sólo utilicé peras, sustituí las manzanas por dátiles, el azúcar por miel y como no tenía sidra, me animé con un chorrito de calvados, que, a fin de cuentas, también ha sido sidra en un momento de su existencia. Me reprimí para no añadir unas pocas nueces picadas, pero la próxima vez lo haré.

El resultado fue jaleado con "mmhs", "yumyums", "aahhs" y otros suspiros diversos de satisfacción y calorcillo en la tripilla. C'était très bon. Sedoso, cremoso, suave, dulce, pero con un punto de vigor del queso azul. Los sabores de pera y dátil se mezclan con el de la coliflor y esta crema sabe y huele a otoño, a fuego en la chimenea, a crujido de hojas secas y a tierra mojada.

Pero no quiero llevarme todo el mérito: la idea para el soberbio relish de acompañamiento la tuvo Olivier, del bistro de Three Pines, ese pueblo mítico de esa serie mítica de novela negra quebequesa. A ver quién puede resistirse a cocinar, leyendo cómo el inspector Gamache, de la Sûreté du Québec, desenmascara asesinos a golpe de baguette con queso de cabra y salmón ahumado, cremitas de guisantes tiernos y menta, y de sopas como ésta.

Un buen remedio contra esas ganas que me entran en noviembre de enpijamarme e irme a dormir hasta las navidades.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Northern Exposure (II)

Otra entrada de alegre exploradora, de ésas que escribo después de un paseíto por las inmensidades quebequesas.

La escribo exactamente desde Chibougamau, población: 7747, de los cuales una gran parte de origen amerindio. Lugar de nombre imposible al norte-norte de Quebec (en la región Nord du Québec, de lógico nombre), en la pre-tundra, donde se me ha ocurrido venirme de paquete con monsieur M., que va a trabajar por aquí esta semana. Al fin y al cabo, yo puedo estar encadenada al portátil en cualquier sitio, es una de las ventajas de la tecnología de fácil transporte, te permite no ser libre con una gran flexibilidad.



Mientras cruzamos los bosques boreales de la taiga interminable, yo corrijo páginas de mi tesina interminable. La carretera está rodeada de bosques de abetos negros, uno se da cuenta de que ha entrado en la taiga cuando desaparecen arces, hayas, y otros árboles de hoja caduca, y lo único que le rodea son lagos y coníferas. Las carreteras llevan avisos como: "Atención, carretera aislada durante los próximos 200 km.", que quieren decir que el teléfono móvil no tendrá cobertura, la radio no capta nada, que no hay alma viviente a la redonda (mal sitio para una avería mecánica) y que los próximos halte-pipí serán detrás de un abeto. En esos tramos de distancias enormes (para este país no tanto), se ven zorros rojos y ciervos que siguen el coche con la mirada tranquila del que sabe que está en su territorio.




Puente cubierto en la ruta hacia Val-d'Or

En Montreal el otoño aún da los últimos coletazos, mientras que aquí, a apenas 700 kilómetros, estamos ya a cinco grados bajo cero y esta noche nos ha caído la primera nevada del año. Quince centímetros de nieve en pleno otoño.


Rouyn-Noranda, otra de las ciudades de nuestra tournée nórdica, está a orillas del Lago Osisko,
lago aún lleno de patos, a los que la nevada ha pillado por sorpresa.


Estamos más al norte aún que Sept-Îles, aquel agujero nórdico en el que pasamos seis meses, digoo, ciudad de imborrable recuerdo. Mucho más al norte aún de lo que os imagináis. Esto es de un nórdico que acojona. La nordicidad de Chibougamau no tiene tanto que ver con la latitud como con la actitud.

Chibougamau es una ciudad (¡es un decir!) minera, maderera y cazadora, a orillas del lago Gilman, en la que TODO el mundo conduce una camioneta todoterreno, TODO el mundo lleva gorra de béisbol y camisa de cuadros, y en la que es difícil distinguir a los hombres de las mujeres. Todos se visten igual y pesan más o menos lo mismo (ya sé, ya sé, es mi maldad natural, que rezuma).

En sus orígenes, en el siglo XVII, no era más que una parada en la ruta de los tramperos y cazadores, y hoy en día sigue siendo más o menos lo mismo. Es la puerta de la Bahía de James, y como gran parte de las ciudades de esta región y de la región de Abitibi (adonde nos dirigimos mañana) cuenta con una parte importante de población amerindia. Los nombres de los pueblos en los indicadores de la carretera me resultan exóticos y me fascinan: Mistassini, Waconichi, Bougoumou, Waskaganish. En la calle principal veo adolescentes autóctonos (eufemismo quebequés para los amerindios) pertrechados de las obligatorias gorras, bajo las que me miran curiosos y bienhumorados ojos rasgados en una cara de cobre.

El único restaurante -y billar- local, el del motel setentero donde nos alojamos esta noche, está lleno de indios Cree. La radio sólo sintoniza emisoras de música country, o autóctonas (en cree o en micmac).

Frente a la ventana de nuestra habitación, desde la que tecleo este post, (éste es uno de esos moteles en los que cada habitación tiene su propia puerta que da directamente al aparcamiento), hay un pickup con una cabeza de alce atada a la cabina. Y no es la primera camioneta que he visto cruzar la calle principal con un pedazo (o varios) de un gran mamífero atado al techo o al capó. Lo juro. He salido a sacarle un par de fotos furtivas, antes de que vuelva nuestro vecino de cuarto, el alegre cazador . Y me he dicho: "Tengo que escribir un post con fotos, o no me creerá nadie".

Estamos en plena estación de caza, y aquí no hay cine, así que no hay mucho más que hacer aparte de jugar al billar y disparar a cérvidos a diestro y siniestro. En mi opinión, más siniestro que diestro, aunque puede que sea una mala primera impresión producida por el cansancio y mañana todo me parezca mejor.


Este sitio es surrealista, y todos los que me quedan por ver (Val-d'Or, Rouyn-Noranda) parece que lo son aún más. Desde el norte de Quebec, zona minera del oro (un poco como el Yukón quebequés), termino el reportaje. Saludos fresquitos. Y atónitos.

...y no, parece que no toda la carne se compra en bandejitas de poliestireno, al menos no en Chibougamau.

lunes, 2 de noviembre de 2009

La democracia, la identidad nacional y yo: qué dura es la vida del superhéroe


Día de elecciones municipales en Montreal. Nuestras opciones son más bien limitadas en lo tocante a candidatos, lo cual provoca unas abstenciones escalofriantes (61%) : tenemos un trío compuesto por el alcalde actual, Tremblay, que se encuentra sumergido hasta las orejas en la merde corrupta de la mafia de la construcción quebequesa, la señora Harel, una buro-tecnócrata de derechas que no parece muy dispuesta a cambiar nada, y Bergeron, un urbanista que al principio me hacía ligeramente tilín por sus ideas vagamente socialistas y refrescantes, pero del que han desenterrado un libro que escribió hace tiempo en el que exponía sus ideas sobre el atentado del 11 de septiembre, ideas que dan ganas de sacudirle algún medicamento fuerte ya mismo. Un antipsicótico, si es posible.

Porque sí, Quebec es bonito y civilizado, pero en todos los sitios cuecen habas. Aquí concretamente se cuecen langostas Thermidor, a bordo del yate de un empresario de bonito apellido italiano (ya, lo del mafioso de origen italiano es tan clásico que hasta suena cliché), empresario que cuando el ayuntamiento de Montreal saca a concurso la adjudicación de las obras públicas, él saca a pasear a nuestros democráticos representantes en su yate, y ¡alehop! Obra adjudicada por un precio que hubiera permitido construir un polideportivo en la luna. Y lo peor es que no hace distinciones: en su yate embarcan los miembros del partido en el gobierno tanto como los de la oposición. A bordo de ese yate hay tanto magno representante del pueblo poniéndose morado a canapés, que no sé cómo aún no se ha hundido. El dinero público que proviene de esos presupuestos inflados al helio paga los canapés, por cierto. Así que todos participamos, nosotros pagamos y ellos se lo comen, es un sistema bonito y equitativo.

Menos mal que la langosta aumenta el ácido úrico que es una barbaridad, así que les deseo a todos la gota, o una hipercolesterolemia como mínimo.

El caso es que ahí estoy, esperando más o menos pacientemente en la cola para votar, en mi collège electoral habitual. Monsieur M. espera detrás de mí, haciendo sudokus. Yo tengo abierta una novela tediosa y horriblemente escrita por Javier Sierra, en la que he perdido toda esperanza y hace diez minutos que no leo. En lugar de leer, miro a mi alrededor, y la uso para camuflarme. La mayoría de la gente en la cola es mayor de sesenta. Aunque soy consciente de que como muestra demográfica mi observación no tiene mucho peso, me parece mal signo. Espero un rato más, la cola avanza con una lentitud tremenda, probablemente por miedo a que la velocidad fatigue a los heroicos votantes, que en buena parte se apoyan en andadores.

Cuando llega mi turno, los dos ciudadanos que se ocupan de la mesa electoral con celo democrático encomiable (y un pelín exagerado), me hacen un gesto para que me acerque. Avanzo con una mezcla de esa inocentona satisfacción que me da siempre poder votar (no sólo por orgullo democrático, sino por los años que he tenido que pasar aquí congelándome el hispánico trasero antes de obtener el derecho a hacerlo), y con un poco de irritación, porque ahora que veo el ritmo al que procede esta mesa, no me extraña que hayamos esperado tanto. El señor que preside es un sexagenario con aspecto de sacristán. Me sonríe con benevolencia. Le devuelvo una sonrisa automática, de buenas maneras, un poco forzada, como la que reservo para mi higienista dental.

Señor consciente de sus deberes ciudadanos: -"Bonjour! ¿Prueba de identidad, por favor?"

Le presento el permiso de conducir, que en Canadá es la prueba de identidad usual, ya que no existe el carné de identidad. Los inmigrantes nacionalizados tenemos una tarjeta de ciudadanía que también serviría como prueba de identidad, pero me toca las narices presentar un documento que no existe para los quebequeses "de pura cepa", y que en mi opinión, designa a los inmigrantes como ciudadanos de categoría diferente a los nacidos aquí. Todo eso no se lo cuento al señor sentado frente a mí.

Señor consciente de sus deberes ciudadanos, ajustándose las gafas de leer, que penden de un cordón marrón que lleva al cuello, haciendo un gesto de esfuerzo olímpico mientras lee mi nombre, obedece ciegamente a la consigna de confirmar la identidad del futuro votante: -"¿Nombre y domicilio, por favor?"

Yo respondo, sucinta. Como pronuncio mi nombre como hay que pronunciarlo en el país de origen, la reacción automática del señor consciente de sus deberes ciudadanos es la desconfianza, que se pinta en su cara con la claridad de una valla publicitaria de autopista. La irritación automática debe de pintarse igual de claramente en la mía. Porque no es la primera vez, por supuesto. Y tengo una gran paciencia con la sorpresa, la curiosidad, la ignorancia crasa, incluso, pero no con la desconfianza. Alguien que desconfía de la diferencia por el mero hecho de ser diferente suele ser alguien que me toca las narices (y los principios), por lo general. Y no se me pone en el apéndice nasal desfigurar la pronunciación de mi nombre a la francesa (Agggannnnsszza) para que este moron del Montreal profundo se sienta más en terreno conocido (¿he mencionado que estoy en mi primer día de regla, en el que he esperado abundantemente de pie y que eso no suele ayudarme a ser más paciente?).

Señor ahora ultra-consciente de sus deberes ciudadanos, con tono interrogador: -"¿Perdón?"

Yo, progresivamente irritable y echando de menos mi ibuprofeno, repito mi nombre más despacio, con exactamente la misma pronunciación que al principio. Repito mi dirección.

Señor consciente en grado superlativo de sus deberes ciudadanos, mira la foto de mi permiso de conducir, me mira la cara, mira la foto de nuevo, y dice, con expresión ¡ajá-te-pillé!: -"No se parece mucho a la foto, madame. Ni su nombre se parece a lo que está escrito."

Yo, ahora en estado de irritación palpable y bastante esplendorosa: -"La fonética varía según el idioma. Y el pelo crece."

La mirada se me detiene, malvada, en su calva. -"El mío, al menos." (Ey, él se lo ha buscado. No le busques las cosquillas a una mujer con calambres abdominales).
Señor un poco más relajado en lo tocante a sus deberes ciudadanos, se bate en retirada, baja un poco la vista, me tiende mi permiso de conducir sonriente y hace un intento de simpatía: -"Es que tiene usted un nombre tan curioso... ¿de dónde viene?"

Yo, deseando sentarme con una mantita en el regazo : -"De Montreal, de la calle Foucher. Como ya le he dicho."

Señor, la sonrisa le disminuye una octava, me mira, perplejo: -"No, quiero decir, ¿de qué país?"

Yo, lacónica: -"De Canadá."

Monsieur M., que acaba de llegar a la mesa electoral vecina a la mía, ve el mini atasco que empieza a formarse detrás de mí y estira un poco el cuello para oír mejor. Lo miro con desenfado. Lo mío no es sadismo, es que cuando una lleva diez años pelándose el culo de frío para integrarse, aprendiendo la gramática infame del idioma con más excepciones ortográficas que conozco, acaba un poco harta de ser etiquetada de extranjera a perpetuidad.

Señor, aún irritantemente consciente de sus deberes ciudadanos, la sonrisa ahora visiblemente menos amplia, pero sin rendirse: -"Je, je, qué graciosa" (con una expresión que dice todo lo contrario), -"Ahora en serio, ¿de qué nacionalidad es usted?"

Yo, telegráfica e inmutable: -"Canadiense. Si no, no estaría aquí votando."

Monsieur M., que acaba de de introducir su voto en la urna, me oye, y me clava la mirada. Empieza a gesticular, señalando la salida y haciendo gestos de apremio.

El señor consciente de sus deberes ciudadanos abandona por completo sus esfuerzos por sonreír. Súbitamente, es todo business. Me da un lápiz (aquí hay que votar escribiendo una equis en la papeleta), marca mi nombre en la lista electoral y me indica la cabina de voto. Espera sin decir palabra a que marque mi papeleta tras el biombo de cartón, vuelvo a la mesa, le tiendo el lápiz, él retira el cartón que cubre la urna, mudo, yo voy a meter el voto, pero detengo el movimiento en el aire. He visto que la persona que espera dos puestos por detrás de mí, en la cola, es una mujer (o al menos, eso es lo que supongo) bajita, cubierta por completo con un chador. Sólo sus ojos asoman de entre la tela negra. El señor de la mesa mira con curiosidad por encima de hombro, para ver lo que me ha llamado la atención. Le pregunto, aún con mi papeleta doblada en la mano: -"Usted perdone, pero para votar, yo creía que identificarse era obligatorio."

Señor, sorprendido, sin ver muy bien adónde quiero llegar, recita maquinalmente: -"Y lo es, madame. Su nombre debe estar inscrito en la lista electoral, y debe justificarse con una prueba de identidad provista de foto: pasaporte, permiso de conducir, tarjeta del seguro médico o tarjeta de ciudadanía. Prueba que debemos verificar en la mesa confirmando su identidad."

Yo, frunciendo un poco el entrecejo: -"Pero imagino que la prueba de identidad con foto se exige a fin de comparar la cara del votante que se presenta a la mesa con la de la foto, tal y como su celo identificativo de hace un momento demuestra. ¿Se acuerda? Cuando usted parecía encontrar muy sospechosa mi abundancia capilar, monsieur."

Señor, que la verdad, al final se está mostrando más bien amable y paciente y que se desvive por informarme, convencido sin duda de que vengo de una república bananera y de que aún no comprendo los entresijos de la democracia: -"Así es." Asiente con la cabeza.

Yo, mirando brevemente a la misteriosa votante enmascarada, y bajando un poco la voz: -"Pues usted convendrá conmigo que a esa señora va a ser más bien difícil identificarla por comparación con la foto de su pasaporte."

Señor, con cara de niño que se ha hecho todos los deberes, me recita de nuevo: -"En Canadá, la ley electoral permite votar con una burka, o con un velo integral que permita ver sólo los ojos."

Yo, ahora ligeramente alucinada e ignorando a monsieur M., que agita los brazos al fondo de la sala, indicándome la puerta y el reloj frenéticamente, y sintiendo un resoplido del votante situado inmediatamente detrás de mí, un hombre joven que se me ha pegado un poco para oír mejor la conversación: -"Ah, vamos, que es legal votar con la cara tapada. Pero sospechoso cuando una se deja crecer el pelo o no pronuncia su nombre como usted cree que debería. Si yo llego a venir disfrazada de Spiderman, con los leotardos y la careta, usted me deja votar sin fastidiarme. Al fin de cuentas, ayer fue Halloween."

Señor, aún sorprendentemente paciente y con ánimo instructivo: -"Nononono. Una careta de Spiderman no es legal."

Yo, insistente y, llamémoslo por su nombre, tocahuevos: -"¿Pero un velo o una rejilla que cubre la cara sí? La lógica de la ley electoral se me escapa, caballero." Monsieur M. empieza a tener la cara roja, el aire inquieto y me indica de movimientos laterales de cabeza que intentan ser discretos al guardia de seguridad que empieza a mirarnos al señor responsable de la mesa y a mí, interesado.

Señor consciente de sus deberes ciudadanos, pero ahora un poco nervioso: -"Es que una burka o un chador no son disfraces. Es diferente. Es un asunto de creencias religiosas."

Yo, inspirando sonoramente, como siempre que se me saca a relucir la creencia religiosa como justificación infalible de todo tipo de majaderías: -"Oiga, si es un asunto de creencias, por creer, yo creo en Spiderman. He sido criada por un hermano mayor que utilizaba los cómics de la Márvel como Sagradas Escrituras. Yo he crecido creyendo firmemente en Spiderman, Batman, los 4 Fantásticos y la Patrulla X. Faltaría más. En Superman y el Capitán América no, por ejemplo. Demasiado de derechas, me ponían un poco de los nervios. Pero para mí, Magneto es el demonio, los mutantes existen, y el profesor Xavier es su profeta. Aleluya."

Ruido de asentimiento entusiasta del hombre de atrás. Me vuelvo y le echo una ojeada rápida. Tiene unos cuarenta años. Se inclina tímidamente hacia mí y pregunta: -"¿Y Flash Gordon?"

Yo, encogiéndome de hombros: -"Pues no, mire. A mí Flash es que no..."

Señor de la mesa electoral, cada vez más inquieto, estira el cuello, mira hacia la cola cada vez más larga a mis espaldas, e interrumpe: -"Yo no hago la ley electoral, señora. Si tiene algún comentario, siempre puede escribirle un correo al diputado de su distrito. Y ahora, si tiene usted la amabilidad de proceder a votar, por favor...", termina, con tono suplicante.

Yo, insertando finalmente la papeleta en la ranura: -"Perdone, no quería importunarlo, pero si llego a saber lo absurdo de la ley electoral en un país presuntamente laico, vengo a votar vestida de Catwoman".

Sonoros asentimientos del señor de atrás y de tres o cuatro mujeres de la cola y de colas vecinas, que no se han perdido ripio. Una se lanza, entusiasmada: -"Diga que sí. Lo que es obligatorio para un ciudadano, debería de serlo para todos sin excepción." Ruidos generales de la gente que nos rodea, que corroboran lo dicho. La pobre mujer en el chador empieza a tener la mirada un poco asustada. La miro un momento, con sonrisa tranquilizadora. A fin de cuentas, la mentecatez de nuestros dirigentes, que nunca han mirado en el diccionario lo que quiere decir "laico", no es culpa suya. Y estoy contenta de que se haya animado a venir a votar, con velo o sin él.

Otra mujer más mayor, un poco más lejos, añade, pensativa: -"Aunque no sé, con el otoño que nos está haciendo, unos leotardos de vinilo, qué mal cuerpo." Una al fondo grita con regocijo: -"¡Hulk!¡En harapos y pintada de verde!" Risillas.

Siento la manaza de monsieur M. que se me posa en el hombro. Con voz cavernosa me dice: -"Has terminado, ¿verdad? Porque hay mucha gente esperando. Ajjjjem."

Le doy las gracias al agitado señor de la mesa electoral, que ya empezaba a mirar al guardia de seguridad, y le deseo que tenga un buen día. Mientras nos batimos en retirada, escucho retazos de conversaciones en la cola: -"La Linterna Verde sí que molaba." -"Pero mira que eres hortera. Wonder Woman, en cambio..." -"Oye, pues todavía tengo la capa y la careta de Darth Vader. Tú me guardas el sitio en la fila, yo paso por casa a recogerlas y vuelvo. Como hay Dios."

Monsieur M. me agarra ahora de un codo, mitad caballeroso, mitad tirando de mí hacia la salida, y mientras corremos más que andamos, masculla: -"No vayas a tomarme a mal, te quiero, mon p'tit loup, pero mira que eres emmerdeuse".


Otra estupenda obra de Norman Rockwell