Hoy voy por una entrada puramente egocéntrica -bueno, todas lo son, pero normalmente se suele notar menos-. La razón: hoy cumplo 36 primaveras, y nunca mejor dicho. Este post no es para recordároslo (aunque las felicitaciones, tarjetas, flores, cheques-regalo son bienvenidos :-), sino para constatar algo por escrito : ya no soy joven. Ojo, que no he dicho "soy vieja", sólo que ya no soy joven. Que no es lo mismo.
Es oficial, desde hoy, estoy más cerca de los 40 que de los 30, he pasado el ecuador, corro a comprarme lo que sea con retinol y liposomas.
Ya, ya, estáis pensando, qué exagerada, cómo dramatiza. Me consta que algunas de las lectoras/es de este bloc andan por mi misma edad, así que es mi deber -y salvación- generacional daros el toque para despertaros: ya no somos jóvenes, es un hecho. Get it, people.
Podemos seguir poniéndonos vaqueros (gracias al cielo por el tejido stretch), intentar patéticamente salir por la noche cuatro veces al año -no hablo por mí, yo salgo alrededor de dos-, sólo para encontrame (en mi caso) con mis ex-alumnos de secundaria (¡horror!) en los bares, esos bares en los que invariablemente, somos los más viejos, y de los que nos queremos ir alrededor de las doce porque, reconozcámoslo, nos dormimos. Yo, con este horario nórdico, a partir de las nueve empiezo a echar de menos mi bata de ositos, y pienso -triste- si echarán de nuevo en la tele el capítulo de Bones que me estoy perdiendo.
Podemos jugar al Nintendo e ir al gimnasio. En vano. Aunque me entreno fervorosamente, lo cierto es que como chocolate con tanto o más fervor.
Me enteré demasiado tarde de que había que embardunarse de protector solar aunque una no se quemara, y ahora tengo unas patitas de gallo (el tamaño es más como de pezuña de alce) que atestiguan que es verdad. Yo pensaba - y solía decirlo- que la treintena era la fase del esplendor femenino: todavía jóvenes para tener arrugas, pero demasiado viejas para tener acné. Hellooooo!!!! En mi rostro no tan lozano los dos problemas dermatológicos compiten por el terreno: todavía me levanto con unas espinillas monstruosas, y me he comprado mi primera crema antiarrugas-antiacné. ¿Y el esplendor? ¿Qué ha pasado con él?
También me enteré con retraso de que la celulitis se cría, instala y se queda a vivir como residente permanente en las cartucheras cuando una es preadolescente, así que en el régimen sin azúcar y los drenajes linfáticos tengo unos veintiseis años de retraso. Maldición.
En mi última visita al oculista, hace menos de un mes, me dio la sorprendente noticia de que mi miopía hasta ahora galopante, no sólo ha parado de aumentar, sino que ha disminuido. Veo media dioptría mejor que el año pasado. Yesss, al fin algo que mejora con la edad, exclamé con regocijo. No tan deprisa, me respondió el aguafiestas : eso quiere decir que le está comenzando a usted la presbicia, madame.
Porque esa es otra, cada vez oigo menos "Mademoiselle" dirigidos a mí en las tiendas, y muchos más "Madame", proferidos por una cajera que tiene unos... 19 años.
Otros indicios de que ya no soy joven: en un ataque de nostalgia impropio de mí (no la nostalgia, sino lo que me empujó a hacer), me compré el DVD de "La chica de rosa" ("Pretty in pink"), con Molly Ringwald. Tras terminar de verlo, con bastante esfuerzo, no sólo pensé que es una película lamentable, sino que la moda de los ochenta no le hacía ningún favor a nadie. Por eso no me he lanzado al revival de ahora. Una sabe que ya no es joven cuando ya ha llevado la ropa en la época en la que estaba de moda, y ahora vuelve. Me pillaron una vez, no me pillarán de nuevo. Nunca más, la permanente. Ni los aretes enormes colgando de las orejas. Ni muerta.
Indicio revelador donde los haya: no me gusta la música que chiflaba a mis alumnos de secundaria. No me gusta el hip hop, y apenas el rap (Public Enemy me hizo gracia al principio, por vanguardista), cuando l0s escucho me sorprendo a mí misma pensando carrozadas como -"Eso no es música, es ruido. Qué repetitivo." Y me da la urticaria feminista cuando veo los cantantes vestidos de traficantes y las acompañantes bailando vestidas -apenas- como putitas a quinientas pelas, sirviéndoles de decoración.
En conclusión: sólo me queda completar mi esplendorosa cultura leyendo todo lo que pueda y aprendiendo cinco o seis idiomas más, porque como yo no creo en la cirugía estética, mi única alternativa es volverme una cuarentona interesante. Delgada, no, pero interesante. Ya me he comprado un par de gafas de ésas con montura de profa de historia del arte contemporáneo, para cuando me ataque a fondo la presbicia.
También tengo planeado haber alcanzado el nirvana de aquí a los 45, porque estar en paz con el universo parece ser algo que rejuvenece mucho, según monsieur M. En todo caso, él no utiliza ninguna crema y está hecho un chaval. Pienso terminar de leer todos esos libros de autoayuda que me compré y que escondí en el ropero por vergüenza. Y empezar a meditar. Y hacer yoga. Y seguir con mis cursos de tai chi, que no te acercan necesariamente al nirvana, pero te esculpen un culo infernal, como el de mi amiga Sumire.
Pero sé que no sólo el aspecto es importante, qué os créeis.
Por algo dice la canción quebequesa: "C'est à trente ans que les femmes sont belles. C'est à trente ans, après, après, ça depend d'elles."
("Es a los treinta que las mujeres son bellas. Es a los treinta, después, después, depende de ellas".)
Ferland tenía razón. Al menos en parte.