jueves, 30 de julio de 2009

Mensajes (II): Uncut version

-"Tip, tap, tip, tap", tecleo infatigablemente, mientras intento terminar la tesina que el mundo de la lingüística se está hartando de esperar.

-"¡Ping!", hace en mi pantalla un mensaje instantáneo. Quienes me conocen bien, saben que cuando revoluciono el mundo de la lingüística, no estoy para nadie. Y que odio los chats. Odio por igual chatear, los mensajes de texto de 150 palabras o menos, y Twitter. Así como Facebook. Soy la señora Scrooge de las redes sociales virtuales. Detesto esos mensajes cortos y su lenguaje amputado, más que abreviado. Abomino las "k" que sustituyen a las "q". Deploro que la gente juzgue necesario contar al planeta entero cosas como "en estos momentos estoy haciéndome unas judías con chorizo". Algo tan innecesario como todo lo que cuento en este blog, por cierto. Por todo ello, y por algunas razones más que me guardo para mí misma, ignoro toreramente el mensaje instantáneo.

-"Tip, tap, tip, tap", sigo tecleando industriosamente.

-"¡Ping!", continúa tintineando el irritante mensaje. Decido pinchar, ver quién es y mandarlo a tomar el fresco. Veo que es Lady D. Esto no es habitual en ella. Leo.

Lady D.: -"Hello-o-o?" Escribe, tentativa.

Lingüista en Devenir: -"Jrumpf."

Lady D. : -"¿Qué haces?"

Lingüista en Devenir: -"Trabajo. Mucho."

Lady D.: - "¿Haciendo qué?"

Lingüista en Devenir: -"Busco un artículo de Mr. Edward T. Hall en Foreign Language Annals. ¿Qué quieres?"

Lady D.: -"...y yo que pensaba que la lingüística no tenía picante..."

Lingüista en Devenir: -"Annals como en "anales: publicación periódica en la que se recogen noticias y artículos sobre un campo concreto de la cultura, la ciencia, o la técnica. (RAE)" No como en "perteneciente o relativo al ano, esfínter al final del recto". Estoy intentando trabajar. Coññio ya."

Lady D.: -"A ver si terminas pronto, esa tesina te está jorobando el humor."

Lingüista en Devenir: -"Insisto: ¿Qué quieres?"

Lady D.: -"Seré breve: ayuda."

Lingüista en Devenir: -"Pide."

Lady D.: -"Dar de comer a Saturno durante una semana. Limpiar el cajón de arena. Regar las plantas."

Saturno es el gato atigrado de Lady D. Por algún motivo que ignoro, Saturno no está tan gordo como Alfonso. Pero no parece mucho más activo.

Lingüista en Devenir: -"¿Y no sería mejor dar de comer a las plantas y regar a Saturno? Lo digo porque tu gato empieza a parecerse un poco al mío. Y tus plantas están un poco anémicas."

Lady D.: -"Ja. Ja. Très drôle."

Lingüista en Devenir: -"Heeecho. ¿Viaje imprevisto?"

Lady D.: -"Oh, yeaahh."

Lingüista en Devenir: -"Reformulo. ¿Viaje imprevisto con hombre?"

Lady D., arreglándoselas para sonar un poco fanfarrona, incluso en chat: -"Ouaiis, madame."

Lingüista en Devenir: -"Voy a palear mierda de tu gato durante una semana. Quiero detalles."

Lady D., haciéndose de rogar: -"¿Cómo...?"

Lingüista en Devenir: -"Cómo, quién, cuándo, dónde, cuánto."

Lady D.: -"Acupuntor y masoterapeuta. Lo conocí en su trabajo. Diez años más joven. Divorciado. Escalada en tiempo libre. Cuerpo de dios griego. Cuatro o cinco manos, todas ellas llenas de habilísimos dedos. Dos o tres bocas. Shiatsu. Sueco. Infatigable. Encantador."

Lingüista en Devenir: -"Demasiada información."

Lady D.: -"Querías detalles."

Lingüista en Devenir: -"No todos. Deja alguno para la vuelta. Y disfruta del viaje."

Lady D.: -"AH, OUI! ¡Muchas veces!"

Lingüista en Devenir: -"Cochina. Guarra. Felicidades."

Lady D.: -"La única cochina aquí es tu envidia."

Lingüista en Devenir: -"Cierto. La envidia me pudre. Ligeramente. ¿Qué fue de la búsqueda del Gran Amor?"

Lady D.: -"Ahí le ando. Sé que el sexo por el sexo es una experiencia vacía, pero es la mejor experiencia vacía que conozco."

Lingüista en Devenir: -"Parafraseando a Woody."

Lady D.: -"Siempre."

Lingüista en Devenir: -"¿Dónde vais?"

Lady D.: -"Murdoch's Beach, Maine. USA. Bicicleta y natación."

Lingüista en Devenir: -"Pásalo bien. Cuidado con los tirones."

Lady D.: -"Llevo masajista."

Lingüista en Devenir: -"A nuestra edad, ciertas posturas implican tener que ser separados por un quiropráctico."

Lady D.: -"Mmh. Nunca lo he hecho con un quiropráctico."
Lingüista en Devenir: -"Golfa."

Lady D.: -"Lo intento. Bisou."

Antes de seguir tecleando, lanzo una mirada a Alfonso, que yace tripa arriba en una esquina de mi mesa de trabajo. Me devuelve la mirada, por el rabillo de un ojo felino.

Lingüista en Devenir: -"Todos se largan. Así es la vida. Masajes y vacaciones para unos, pipí de gato para otros."

Alfonso comparte mi dolor, me mira con simpatía renovada, ronronea un poco, se da la vuelta y sigue durmiendo.

Imagen de Ed Polish & Darren Wotz

miércoles, 29 de julio de 2009

Ah, la campagne (II)

Otro momentito de verano a orillas del San Lorenzo.











lunes, 27 de julio de 2009

Mensajes


Mensaje encontrado a mi llegada a casa, a las seis y media de la tarde. Garabateado en un gran post-it, y pegado en mi puerta por un miembro de la horda de obreros que está rehaciendo las podridísimas escaleras exteriores de esta barraca montrealesa (en francés, en el original):

"Ma petite madame (no sé qué tienen estos fornidos trabajadores, que a través de su filtro nublado por la testosterona y el paternalismo me ven pequeña y necesitan decírmelo a toda costa):

Mañana hacia las siete llega la hormigonera que rellenará de cemento los cimientos para la nueva escalera. Aprovecharemos para rellenar ese agujero enorme justo al lado de la columna que sostiene la estructura, parece ser una madriguera de marmota, y por el tamaño, hace ya años que está instalada. Eso le evitará futuros daños al parterre y al sistema de tuberías. Por favor, mueva el coche para dejar sitio a la hormigonera.

Atentamente,

Yves"

Releo la nota y me quedo pensativa mirando al vacío, en uno de esos momentos de ausencia que tanto inquietan y relajan a monsieur M., mi legítimo reposo, digo esposo. Lo inquietan, más que nada porque suelen dar lugar a esas grandes ideas que hacen que terminemos en el centro de bricolaje gastando dinero en algún proyecto absurdo que va a tener que llevar a cabo él, con sus manitas; y lo relajan porque, a diferencia de monsieur M., yo no he pasado vacaciones en monasterios budistas en "retiro de silencio". Y a la larga, mi exuberante y brillante conversación lo mina un poco, zen que es él.

Presa de un impulso, corro a la impresora y fotocopio la nota. Con un bolígrafo, garrapateo rápidamente en la parte inferior de la nota fotocopiada : "Lo siento. De verdad." La meto en un sobre, lo cierro, escribo en él "Doña Marmota" con una fuerte impresión de que mi desequilibrio mental habitual está ganando tranquilamente la partida, salgo al parterre, enrollo el sobre y lo meto en el agujero. Miro a derecha e izquierda, saludo a mi pasmado vecino, propietario de variados gnomos de jardín, que riega maniacamente el césped como todas las tardes a esta hora, aunque llevemos un verano que parece la estación del monzón (¿estará plantándose un arrozal?), y entro de nuevo en casa en dos zancadas.

A la mañana siguiente, el ruido de la hormigonera haciendo marcha atrás para aparcar delante de casa hace que salga a la puerta a mirar, café en mano, intentando aplastar el ángulo imposible en el que se alza el lado izquierdo de mi cabellera recién levantada. Abro la puerta de nuestro palacete en ruinas, y encuentro un sobre de color malva, atrapado entre el felpudo y la madera del balcón. En el sobre está escrito, con primorosa caligrafía: "Monsieur Bigfoot y señora".

Perpleja, lo abro, saco una pequeña hoja de papel muy fino del mismo color malva que el sobre, la despliego y leo sólo una palabra, escrita en la misma letra cuidada y coqueta: "Gracias". En el suelo reposa un ramo de lirios amarillos, que parecen provenir de mi propio parterre.

domingo, 26 de julio de 2009

Ah, la campagne

Una escapadita de un par de días al campo, lo suficiente para respirar un aire diferente al de Montreal. Cuesta creer que todo esto se esconde seis meses bajo la nieve.


Aunque en Quebec estamos batiendo récords de lluvia este verano, uno de los más "empapados" de los últimos veinte años, el tiempo nos ha dado un respiro, lo justo para poder disfrutar de un par de cosillas típicas de esta estación...

... y claro, todo esto es muy exigente para el cuerpo.

viernes, 24 de julio de 2009

Lluvia

Hemos tenido suerte: de los tres únicos días que salimos de Montreal este verano, al menos uno y medio ha sido lo bastante soleado como para poder llamarlo un día de verano.
Estas vacaciones (aquí se toman en julio) está lloviendo tanto que ya son una especie de broma colectiva entre los desesperados quebequeses, que en su gran mayoría las pasan practicando el deporte nacional en uno de los muchos parques naturales de este gran país: el cámping. Nada tan miserable como quince días acampando miserablemente bajo la lluvia. Bueno, sí: quince días acampando miserablemente bajo la lluvia con niños que se aburren.
Para muestra, esta caricatura del gran Serge Chapleau (traducida a todo correr por una servidora) aparecida en La Presse del sábado pasado:


Qué gran verano para terminar una tesina.

miércoles, 22 de julio de 2009

Cuidado con el gato (II)

... le ha dado por ayudar a hacer la colada. Alfonso, mi gato orondo (pero no inseguro), me ayuda dándome todo el apoyo emocional que puede...

... mientras duerme en el cesto de la ropa. En el que apenas cabe, por cierto.

domingo, 19 de julio de 2009

Rambután


...me los descubrió una amiga malaya. Compré una bolsita en una frutería de Chinatown. Otra extraña fruta asiática.

martes, 14 de julio de 2009

El mejor empleo del mundo



Hoy parece que toca de nuevo entrada reminiscente. Es lo que tiene lo de carecer de vida social en el mundo exterior (ése en el que la gente hace otras cosas aparte de escribir tesinas y hornear bizcochos aromatizados al estrés), una termina por volver la vista hacia su no demasiado rico mundo interior, y desempolva recuerdos que hasta ahora dormían amontonados en una estantería mental.

Como el de mi primera experiencia laboral en Quebec. Durante unos meses, oh cuán breves, tuve el privilegio de ocupar un puesto codiciado: el mejor empleo del mundo. Vale, el sueldo no era lo que se dice deslumbrador (salario mínimo), y ahora ha sido desbancado por otro, pero en la época, lo fue.

Me explico: durante unos plácidos meses de mi tercer invierno canadiense, viví la vida soñada de tantos aspirantes a funcionarios: fui pagada por leer el periódico. Y ni siquiera tenía que hacerlo a escondidas, era mi trabajo. ¿Cómo lo conseguí? Por obra y gracia de un programa especial de integración para jóvenes y para inmigrantes, fui efectivamente integrada al mercado laboral. Yo era joven y era inmigrante, así que tenía todos los boletos para el sorteo.

El único "detalle" que no funcionó muy bien en este afán integrador del gobierno de Quebec, la minucia que convirtió la experiencia en una de las más surrealistas que he vivido en mi vida laboral (y he vivido bastantes, soy española), mi "Estupor y temblores"* personal, fue que un funcionario bienintencionado y bastante cerril insistió en meterme en el programa para jóvenes desertores escolares, esa juventud, divino tesoro, que no termina la escuela secundaria por múltiples razones.

Cuando le mencioné a modo de inciso que yo, no sólo había terminado la escuela secundaria, sino que tenía una licenciatura proveniente de una universidad europea, dotada de electricidad y agua corriente, el muy literal (y un tanto obstinado) funcionario afirmó que como aún no había recibido los papeles del Ministère de l'Éducation, du Loisir et du Sport du Québec (se llama así, lo juro) certificando la equivalencia de mi título universitario a uno quebequés, como -ya de paso- tampoco había recibido la equivalencia de mi título del bachillerato, y como tenía sólo la equivalencia de mi graduado escolar (gracias al cielo, si no, me hubiera colocado en un programa de alfabetización), pues yo legalmente no era poseedora ni de un maldito diploma de escuela secundaria, lo que -legalmente, insistía- le obligaba a colocarme en el programa para los que no han terminado de reventarse las espinillas. Firme aquí, señora, por duplicado, gracias, que tenga un buen día.

Y así me encontré en un programa de la YMCA (sí, sí, la de la canción, pero sin el buen rollo festivo-gay). La YMCA es en Canadá el todopoderoso de los organismos de ayuda comunitaria, y en lo que se dice ayuda, hace muy buen trabajo. El problema es que ése no era el tipo de ayuda que necesitaba yo en ese momento. De la noche a la mañana, me zambullí en un programa de reforma juvenil soft, y yo, ni era tan juvenil, ni necesitaba ser reformada (si excluímos los cuartos de baño de mi barraca montrealesa).

El programa consistía en tres semanas de formación general de base en un centro de la YMCA (pagadas), y en un año de prácticas en un ministerio de la función pública, a salario mínimo, en un puesto de chica para todo. Si entretanto uno decidía la vuelta al cole (que era lo que supuestamente se fomentaba), el programa continuaba pagando las horas de trabajo perdidas si se certificaba que las pasaba en la escuela.

La "formación general de base" era, efectivamente, muy de base. Consistía en cursos que iban desde la informática de base (o cómo usar Word), hasta la búsqueda de empleo (o cómo presentar un CV sin manchas de patatas fritas o pasar una entrevista de trabajo sin estar colocado, y no hablo del empleo), pasando por edificantes y prácticos módulos con títulos como: "Higiene personal de base" (lávate las axilas y cambia de muda antes de ir a trabajar, tus colegas te lo agradecerán) o "Gestión de un presupuesto" (hacer la compra de comestibles o de leche para el bebé es más urgente que correr a la licorería o comprar una libra de maría), pasando por "Taller sobre la autoestima" (o por qué tener antecedentes penales no es el fin de tu vida laboral), "Soluciona tu drogodependencia" (no fumo, no bebo, pero sé que mi relación con el chocolate es malsana, lo sé), y "Salud y vida sexual" (los condones existen, no es necesario ser madre de tres criaturas antes de los veinte).

En un par de días conocí a mis compañeros de fatigas: cuarto y mitad de jóvenes ex-delincuentes, de delincuentes aún en activo obligados a participar por el juez, de miembros de pandillas intentando salir de ellas, de pastilleros terminales que no se acordaban de si se habían quitado el pijama antes de salir de casa, de chavales perdidísimos que habían dejado la escuela porque la escuela los había dejado antes a ellos, y de majaderos con dos neuronas en funcionamiento, una de ellas moribunda. Todos ellos menores de 21. Me convertí en la abuela Cebolleta sobrecualificada del grupo. La hermana mayor adoptiva de una cuadrilla de mentecatos y yonquis robacoches.

Lo cual no quiere decir que no me encariñara con algunos de ellos, que por otra parte no eran tan mentecatos (aunque sí robacoches): Alexis, la minúscula chica griega de 18 años, inteligente y rápida como una ardilla, con tatuajes artesanales en las manos, hechos a boli Bic e imperdible, y con una cantidad de eyeliner que haría que el maquillaje de Amy Winehouse palideciera y pasara por discreto y natural, incluso el que aplica en sus días de jaco furioso.

Alexis había pertenecido a una pandilla callejera de Montréal Nord, un barrio sabrosón de esta ciudad, y cuando anunció a sus queridos amigos que los dejaba para intentar volver a la escuela, obtener el diploma de secundaria y encontrar un trabajo, la despidieron cariñosamente a patadas, aplicadas en grupo y a la cabeza. Cuando salió del hospital se apuntó al programa. El primer día se sentó a mi lado. Tras presentarse y oír mi acento me soltó inmediatamente todas las frases en español que había aprendido en la calle (frases que no pueden ser reproducidas aquí), me dijo que adoraba comer pupusas, me recomendó el mejor garito para comer spanakopita en Montreal, me contó su historia y me adoptó como hermana postiza, todo ello en cinco minutos. Agotador. Desde ese día, Alexis se aplicó a no "cagarla en el programa" (sus propias palabras) y a aprender a maquillarse como yo. Le presté un par de libros que debieron gustarle, porque nunca me los devolvió, y ella correspondió ofreciéndome con su voz ronca e increíblemente vieja su asistencia para encontrar "cualquier mierda que necesitara, pastillas, lo que sea" (de nuevo, sus propias palabras). Le di las gracias, guardé su teléfono en la mochila y me dije que nunca se sabe cuándo una puede necesitar ciertos contactos, a fin de cuentas, en eso consiste el networking.

Como soy más bien reservada en lo que a demostraciones físicas se refiere (mantengo mi espacio personal a toda costa y respeto el del prójimo), y tengo mucha costumbre de tratar con adolescentes en equilibrio precario a punto de estallar, la combinación de mi edad venerable (29), de mi trato cool, de no ser tocona y llevar un pelo cortísimo a juego del suyo (cuando entró en el hospital con la conmoción cerebral, le raparon el cráneo para poder suturarla) debió ser lo que hizo que Alexis me adorara a primera vista.

Yannick, otro compañerete de clase, tenía 20 años, un acné incontrolable, llevaba cuatro trabajando como friegaplatos en los chiringuitos de fritura más grasientos de Montreal (de ahí probablemente su acné incontrolable), y encontró la motivación para volver a los estudios en el fondo de una de esas enormes bolsas de basura que sacaba al callejón trasero del restaurante.

Después de una formación tan enriquecedora, entré a trabajar en el departamento de comunicaciones y relaciones públicas de un gran mastodonte ministerial : el ministerio federal de salud pública. Mi entrada triunfal la hice acompañada de Jonas, un compañero del curso. Jonas, 18 años y medio, un gusto fabuloso para la ropa y los complementos: gafas geniales, cinturones chulísimos, zapatos ultra chic, un hemisferio cerebral muerto al nacer y el otro sesteando plácidamente. Jonas, buen chico, si una le gritaba algo al oído, su cabeza hacía eco.

Siguiendo mi costumbre, intenté no hacer olas al entrar, así que le dejé a Jonas la iniciativa. Arlene, nuestra nueva jefa, secretaria del departamento, mujer vivaracha cerca de los cincuenta, la última subordinada de todo el escalafón de subordinados, acogía a los jóvenes de prácticas con una mezcla de desvelo y paciencia maternal y pura voluntad de echarles una mano, y otra parte de regocijo de tener al fin a alguien por debajo de su puesto, en la plúmbea jerarquía ministerial. Arlene nos otorgó una silla, una mesa y un ordenador artrítico a cada uno, y a los dos nos tocó compartir el exiguo cubículo gris sin ventana. Pronto descubrió que Jonas tenía menos luces que una fosa oceánica en plena noche, y la verdad es que en comparación a mi vecino de mesa, yo, con mi torpe francés recién aprendido, parecía un premio Nobel. Llevaba seis meses tomando clases de francés, y ya le corregía las faltas de los textos a Jonas, que había sido -supuestamente- alfabetizado en su lengua materna.

Durante el tiempo que trabajé junto a este chico, me entraron serias dudas sobre el sistema escolar quebequés, dudas quizás injustas, porque es más rápido matar a un asno a golpes de higos maduros que meter algo en la cabeza de alumnos como Jonas. En los primeros meses pasados en su compañía, mi yo pedagógico estaba convencido de que el pobre chico era un disléxico que nunca había sido diagnosticado. De esa hipótesis pasé a la del retraso mental mal tratado (si hubiera ido a una clase especial...). El hipotético retraso fue profundizándose, hasta el punto en el que, tras una conversación con Jonas a la hora del almuerzo, yo sentía que necesitaba pasar por la cámara de descompresión antes de hablar con alguien inteligente.

En los últimos meses en los que trabajamos juntos y me pasaba la vida haciendo su parte del trabajo, corrigiéndole los mismos errores una y otra vez, cubriéndole porque llegaba tarde, oyendo sus historias de conquistas de fin de semana y viéndole dormir -y babear, voto a bríos- apoyado en el calendario de mesa, ya sólo quería liquidarlo discretamente a golpes de perforadora.

El caso es que a nuestra llegada, después de oír mi glorioso acento, Arlene me explicó con gran cuidado -y una mezcla de aprensión, una dicción muy enfática y mucha lentitud- el manejo de dos piezas de maquinaria ultrasofisticada de la oficina: la cafetera y la fotocopiadora. Arlene estaba un poco desanimada, porque ya había bregado con chavales de prácticas del programa de integración que, mientras se integraban, habían desintegrado dos fotocopiadoras, todo su sistema de archivo, una impresora y la gramática francesa en varias cartas. Mi acento añadía a su inquietud, pensando que, además de enseñarme los rudimentos de la fotocopiadora, tendría que enseñarme a hablar. En cuanto a Jonas, Arlene vio rápidamente que no había nadie en el piso de arriba, vamos, que no había esperanza, y le puso a limpiar los archivos con una bayeta para el polvo y a distribuir el correo.

La inquietud de Arlene pareció apaciguarse un poco cuando pudo constatar que su protegida latina no sólo estaba familiarizada con el arcano arte de la fotocopia, sino que provenía de ¡oh, maravilla! un país europeo y civilizado (para Arlene la civilización equivalía directamente a Norteamérica, excluyendo México, y Europa, excluyendo la Europa del este). No quise extenderme explicando que mi experiencia con las fotocopiadoras provenía de mis años en la universidad. No creáis, ser tomada por una completa ignorante puede ser muy relajante, si a una no le pica el ego; a fin de cuentas, tenía un trabajo, ganaba un sueldo, estaba practicando el francés.

Se me informó de mi función vital: básicamente, yo era la chica de las fotocopias y de los cafés. Cada mañana tenía que fotocopiar la revista de prensa del ministerio, que consistía en un collage hecho a mano de todas las noticias relacionadas con la salud pública aparecidas en la prensa quebequesa, noticas de las que el departamento de comunicaciones debía estar al tanto (ya que respondían a las llamadas de los periodistas), así como la omnipotente directora general, gran Manitou del ministerio. Yo ejercía las delicadas tareas de fotocopiar y grapar los ejemplares precisos, hacer cafés y distribuírlos, y Jonas llevaba las fotocopias a cada sección, con una beatífica sonrisa resplandeciente de simpleza y una camisa extremadamente elegante. Mi tarea me ocupaba media jornada, y como después nadie parecía querer darme nada que hacer, me pasaba la tarde haciendo ejercicios de gramática en Internet. Así no me sentía culpable de perder el tiempo. Mi francés se mejoraba a marchas forzadas, mientras el de Jonas parecía fundirse como la nieve bajo el sol.

Una mañana invernal, una de las agentes de relaciones con la prensa llama anunciando que una gripe brutal la impide venir al trabajo. Presa del pánico, la otra agente gime que nunca podrá terminar a tiempo la revista de prensa, ya que tiene mucho que hacer. Se me ocurre proponer mi ayuda, ante el asombro de tres pares de ojos que creen que no he terminado la escuela secundaria y se reprimen un -"Ah, ¿pero tú sabes leer?".

Y he aquí el inicio de mi carrera estelar como lectora de periódicos profesional: mis colegas descubren, tras revisar mi trabajo, que no sólo sé leer, sino que lo hago en inglés y francés, con cierto criterio y extrema rapidez, y que soy perfectamente capaz de encontrar todas las noticias pertinentes para la revista de prensa. Recibo oficialmente mi nuevo título de encargada de la revista de prensa dotada de un cerebro. Jonas asciende a director general del café con leche y la fotocopia, y la responsabilidad le abruma.

Yo entro cada mañana cafelito en mano, recibo de manos del mensajero una pila de una docena de periódicos, que abro y leo de cabo a rabo, tras lo cual echo un ojo a las ediciones virtuales que en la época aún eran escasas. Preparo una revista de prensa sin tacha, y me queda tiempo para reorganizar por orden alfabético la biblioteca ministerial (que yace en el caos más abyecto), preparar una maqueta de revista de prensa virtual (primitivas, las fotocopias), y termino respondiendo al teléfono a los periodistas (mi acento no parece estorbar a nadie, todos están encantados de mis modales "tan europeos"(?), y haciendo fotos para la revista ministerial (cuando mi jefa descubre mi licenciatura en Bellas Artes).

Mis funciones de fotógrafa hacen que salga a menudo de mi cubo gris sin ventanas y me pasee en taxi por todos los grandes hoteles y salas de convenciones de Montreal, Quebec e incluso Otawa, que me ponga morada a canapés (las fotos duran un momento, las recepciones horas) y que lleve una vida sumamente agradable con un bolso lleno de vales para el taxi y bonos de restaurante, todo ello a salario mínimo.

Cuando tras seis meses de relajación funcionarial recibí los papeles que oficializaban mis títulos, y encontré mi primer trabajo como profe, hubo una parte de mí a la que casi le dio pena (no fue al bolsillo, os lo aseguro), una parte que recordó durante largo tiempo mis días tranquilos de lectora de periódicos, especialmente cuando tenía que afrontar a una horda de adolescentes enloquecidos por las hormonas: no por nada había trabajado medio año en el mejor empleo del mundo.

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* (Gran novela autobiográfica de Amélie Nothomb y su experiencia absurda de trabajo en Japón. Impagable.)

domingo, 12 de julio de 2009

Bountiful Banana Bread / Cake de plátano mm...mmunificente (y saludable)


Munificente: adj. Que ejerce munificencia.
Munificencia: f. Generosidad espléndida. Largueza, liberalidad del rey o de un magnate.
Toma ya.
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La razón número uno por la que empecé a hornear pasteles y galletas fue una falta total de objetivo último de mi vida.

Bueno, ésa igual no es la número uno. Pero hay alguna más : al haber dejado el opio tranquilizador de la religión tras de mí, con sus explicaciones prefabricadas a preguntas fundamentales como: ¿quién soy realmente? ¿qué hago aquí? ¿hay vida después de la muerte? y ¿por qué monsieur M. no mete jamás la ropa sucia en la cesta?, me quedé con muchos interrogantes y muy pocas respuestas.

También me quedé sin saber cómo funcionan exactamente la atracción entre los planetas, los agujeros negros, el origen del universo, algunas funciones de mi teléfono móvil -que enciendo raramente- y el sistema de cañerías de esta casa, misterio insondable donde los haya.

Otras razones que originaron mi compulsión pastelera fueron: tesina e invierno interminables, pasión por el dulce y colesterol alto (combinación que me impide asaltar las pastelerías tanto como quisiera) y esos genes vascos dominantes que te impulsan a, si no darle un sentido a tu existencia, al menos jalonarla de comidas -y postres- memorables. Al final, a lo mejor no sabrás por qué has vivido, pero al menos has comido de puta madre, con perdón.

Este cake (bizcocho, vaya) de plátano con harina integral, nueces y semillas de lino, igual no os aclara todas vuestras cuestiones metafísicas, pero está rico, tiene enjundia, y una cantidad de omega-3 y de fibra que seguro que mejora vuestras vidas. No les dará sentido, no, pero al menos os ayudará a ir al baño. No hay nada peor que una existencia vacua... sin evacuar. Uno puede vivir en la inconsciencia, pero no estreñido. Los estreñidos tienden a estar de un humor desabrido extremadamente desagradable para los que los frecuentan. Los inconscientes, en cambio, son personas de trato más bien fácil.

Además, esta receta es una forma perfecta de aprovechar esos plátanos "pecosos", demasiado maduros y blandurrios como para llevarlos a ningún sitio (los pobres), pero que aún merecen ser aprovechados.


La receta. El tiempo de horneado difiere bastante del indicado en la receta, mis cakes tardaron 55 minutos a 185º (y mi horno no está artrítico). Si queréis que el bizcocho sea completamente "cardiosaludable" (un buen cake para papá, si tiene el colesterol por las nubes), podéis sustituir la mantequilla fundida de la receta por un aceite vegetal (como el de girasol, yo utilicé aceite de lino).

El resultado está bastante rico, pero tengo que advertiros que no es muy dulce (los golosos no tendrán suficiente) aunque es una de las virtudes de este bizcocho, estupendo como tentempié en el trabajo o en el cole. Como apenas contiene grasa, la textura tiende a ser más de pan que esponjosa. La próxima vez añadiré un poco de yogur, suero de leche -buttermilk- o crema agria (ajustando la cantidad de harina, para que la masa no sea muy líquida), ingredientes que vuelven la textura más mullidita, y sustituiré el azúcar moreno por miel.
Ya me contaréis.

miércoles, 8 de julio de 2009

Pan de sémola...

... de sémola de trigo duro. Es un poco dulce.


Y Alfonso, dormitando al sol. Los dos del mismo color. Los dos ventruditos y tiernos.

domingo, 5 de julio de 2009

Montreal en verano

En verano se revela el auténtico espíritu de esta ciudad: a pesar de sus aires de capital, Montreal aspira a ser un pueblo.

Un pueblo con sus verbenas, sus mercados callejeros, sus balcones y porches floridos de geranios y sus gatos sesteando durante la bochornosa sobremesa.

miércoles, 1 de julio de 2009

Ménage à trois


Hoy han llegado los obreros que van a cambiar las escaleras exteriores de mi cabaña en Canadá. La invasión de estos fornidos desconocidos con su francés difícil de descifrar (para mí), con sus pesadas botas dejando rastros de polvo de cemento en mis cuartos de baño, con su gigantesco container presidiendo en el sitio para aparcar delante de casa, con sus vistazos más o menos furtivos a mi muy redondo trasero mientras me bato en retirada e intento encerrarme en mi cuarto para cambiarme de ropa, me es algo enteramente familiar.

Desde que monsieur M. y yo nos mudamos a esta barraquita montrealesa semiderruida, desde que tengo memoria, hemos estado de obras. El precio ridículamente barato al que compramos esta choza se ha revelado no tan barato cuando uno piensa en la cantidad de reformas que hemos hecho, y que aún tenemos por hacer.

Afortunadamente, monsieur M., mi quebequés de marido, es grande, es fuerte, es paciente, es zen y es un dios del bricolaje. Y no le gusta ver deportes por la tele. En resumen, es el hombre de mi vida. El hombre de mi vida pasa abundantes momentos de la suya con la nariz metida en libros sobre circuitos eléctricos y fontanería doméstica, y entrañables ratos desatascando desagües e instalando duchas. Lo cual tiene como consecuencia que disfrutamos más bien poco de los museos de esta metrópoli cultural que es Montreal, pero tenemos dos retretes que funcionan, que nunca está de más. Puedo pasar perfectamente un par de meses sin ponerme al día de lo que pasa en el arte actual, pero con la cantidad de fibra que se come en esta casa, no puedo decir lo mismo de los retretes.

A las ventajas del "hágalo usted mismo" (uno no paga la mano de obra) se opone un inconveniente mayor: como las reformas se hacen en el tiempo libre, duran eternamente. En nuestro caso ya llevamos de obras el equivalente del tiempo que se tardó en construir la abadía de Westminster, aunque tenemos la suerte de contar de vez en cuando con ayuda a bajo coste, y NO, no es a bajo coste porque nos aprovechemos de un sin papeles. Es porque tenemos a Jules.

Monsieur M. conoció a Jules, el obrero si no más dicharachero, al menos el más ilustrado de Montreal, en una de esas numerosas prácticas zen-artes marciales a las que los dos se entregan con pasión, y que ejercen vestidos con una falda-pantalón japonesa. Monsieur M. lee en estos momentos por encima de mi hombro y afirma, ofendido en su virilidad, que no es una falda-pantalón, que es un hakama. Y que no es lo mismo, ni hablar.
El resultado de esta camaradería marcial es que ahora, para los trabajos pesados, o cuando monsieur M. debe ausentarse para llevar la civilización al norte de Quebec y construir líneas eléctricas donde el alce perdió la cornamenta, yo cuento en casa con la presencia de Jules, cinturón negro de aikido, instructor de kyudo al igual que monsieur M., emigrante francés con el peor corte de pelo en la historia de los malos cortes de pelo y sabio autodidacta. A pesar de haber practicado el karate, yo no soy cinturón negro de nada, pero no vayáis a pensar que estoy indefensa: dadme harina y tiempo suficiente, y puedo cargarme un escuadrón de infantería de un empacho.
Jules es un bretón enjuto, seco, en los cuarenta muy avanzados, con un narizón muy francés y un sentido del humor asesino que prodiga en un acento sumamente gabacho y con seriedad inmutable. Su horrible corte de pelo es básicamente un esplendoroso "corte Longueuil", como lo llaman aquí, en honor de Longueuil, suburbio cheli a las afueras de Montreal.

Acostumbrada a este estado de mujer casada a tiempo parcial que provoca el trabajo de mi hombretón canadiense, no hay muchas situaciones que no me atreva a manejar sola (aunque no tenga especial habilidad, conocimientos, ni talento para ello), pero si hay dos situaciones en las que me siento especialmente disminuída psíquica son: el taller del mecánico -especialmente mientras me explica por qué va a sacudirme 400$ CA de factura-, y el misterioso mundo del bricolaje, la palabra "bricolaje" englobando los arcanos artes de la fontanería, electricidad y albañilería.

Así que si una tubería explota debido al hielo, un pedazo de techo del cuarto de baño se desploma mientras me ducho (verídico), hay un cortocircuito o la caldera se va a la porra y monsieur M. no está, no tengo más que llamar a nuestro Jules, y viene a salvarme en su blanco corcel. Bueno, en bici. Y en invierno, en metro.

Jules tiene el aspecto curtido del que ha vivido mucho, y es que ha vivido mucho. En su historial de múltiples empleos están el de cocinero en barcos de la marina mercante (empleo que le ha permitido visitar los bares de casi todos los puertos del mundo), cocinero en garitos de comida rápida en Montreal (Le roi de la patate, entre otros) y en algún que otro restaurante más fino, cobaya humana para ensayos clínicos (curro que ejerce todavía, cuando la cosa va mal, dice que ser pagado por yacer leyendo en una cama de hospital durante tres días no está tan mal, si se exceptúa la sonda para la orina), controlador aéreo y ahora, obrero de la construcción.

Nuestro operario favorito ha acumulado no sólo saber práctico; su dosis de saber teórico la adquirió por medio de densas lecturas e iniciando numerosas licenciaturas y no terminando ninguna. Yo creo que ha alcanzado el equivalente a un doctorado por acumulación. Ahora prefiere ser autodidacta y leer a Jung mientras le administran un nuevo medicamento contra el colesterol en el gota a gota. Soltero inveterado, relativamente popular entre les dames y con una pequeña dosis de donjuanismo muy discreto, tiene una hija en alguna parte de Francia. Hay que decirlo: Jules no es el obrero típico en Quebec.

¿Cómo sé todo esto? Pues porque Jules ha pasado tanto tiempo en casa, demoliendo paredes y reconstruyéndolas, que ha llegado a ser, si no un amigo-amigo, algo más que un conocido. Es algo así como un familiar que viene a pasar temporadas a casa de vez en cuando, destruyendo -y rehaciendo- algunas porciones de la misma. Desde que monsieur M. y yo empezamos nuestra vida en común en esta barraca común, nuestra relación parece haber sido siempre un ménage à trois, citando a Elvira Lindo: él, yo y un operario. En nuestro caso (en nuestra casa), monsieur M., yo, y nuestro Jules.

Como esto de tener como empleado a alguien que uno conoce crea una cierta zona gris en cuanto a los modales requeridos en la situación, y como quiera que yo intento ser educada, cuando Jules lleva tiempo trabajando en un proyecto en casa se crean unos hábitos peculiares:

-"Tip, tap, tap, tiptip, taptap", tecleo desaforadamente mientras escribo esa tesina que, lo sé, lo presiento, un día revolucionará el mundo de la lingüística.

-"¡DINGDONG!", suena de buena mañana (a las siete y media clavadas) nuestro timbre que, a pesar de ser montrealés, suena como todos los timbres de occidente. Sé que es nuestro Jules, que, aunque ya hace tiempo que tiene una llave (ventajas de tener un operario de confianza), también es educado y no entra en nuestra barraca como pedro por su casa.
El ritual que sigue es más o menos el mismo de todos los días laborables en los que no trabajo fuera: le abro la puerta, ya vestida en mis sempiternos pantalón de chándal y camiseta con eslogan ridículo ( hoy "Linguists are sexy things"), Jules entra, deposita la bolsa de herramientas en el suelo, se quita los zapatos de la calle (costumbre civilizada y muy quebequesa), los remplaza por los de trabajar en casa, y pasa a la cocina. Acabo de hacer una cafetera, así que le sirvo una taza y yo me sirvo otra, hablamos brevemente del tiempo, de la patética política canadiense, de cómo hacer un buen soufflé, y de la decadencia de occidente, él me suelta un par de citas impresionantes de Russell (es lo que tiene tener un Jules como operario, es muy instructivo) y acto seguido se sumerge en las profundidades del sótano y se pone a mezclar escayola, o a excavar un nuevo túnel para el metro, o lo que sea que esté haciendo ahí abajo, y a martillear como un poseso durante dos horas seguidas.

Durante esas dos horas, yo intento concentrarme en el piso de arriba y seguir revolucionando la lingüística, me tomo un Advil para el dolor de cabeza, respondo a sus preguntas intermitentes de -"¿Dónde ha dejado monsieur M. el taladro?" -" ¿Dónde guarda monsieur M. su martillo neumático?" y -"¿Sabes si monsieur M. tiene un compresor?"

A mis respuestas desganadas de -"No". -"Ni idea". -"No sé lo que es eso". -"¿Euh?" y -"Yo en su taller no entro ni loca, porque sólo de ver el desorden que impera me da urticaria", Jules gruñe un poco por lo bajo y revuelve en el desquiciadísimo taller que monsieur M. se ha montado en el sótano, su caverna del averno personal.

Una vez comprobado que lo que estoy escribiendo esa mañana no sólo no revolucionará el mundo de la lingüística, sino que va a ser crucificado intelectualmente por mi profesor, me preparo una tanda de muffins de manzana, o de plátano, o de galletas de mantequilla de cacahuete, y mientras se hornea, pongo otra cafetera y cuando todo está listo, me sirvo una taza, le sirvo otra a Jules, la pongo en un plato junto a un muffin o unas galletas calentitas, y se lo bajo a la caverna del averno. Jules para la máquina infernal con la que esté trabajando (una lijadora de parqués, o una sierra) y me quita el plato de las manos haciendo ruidos apreciativos como ohlala, o yumyum (os recuerdo que es francés).

Durante esta pause-café me hace más preguntas sobre cómo quiero el acabado de esto o aquello (sobre ese punto nos entendemos bien, no soy de esas eternas indecisas que cambian de idea cada cinco minutos, decido rápido y definitivo), me enseña sus progresos, intento hacer aprecio -aunque la mitad del tiempo no sé muy bien por qué está agujereando el techo del lavadero- y vuelvo a subir con el plato vacío, encerrándome en mis dependencias.

El mismo proceso continúa hasta la hora de comer, en la que aparece por la cocina con su tupperware lleno de algo que generalmente tiene muy buena pinta, lo calienta discretamente en el microondas y se vuelve al sótano o sale al patio a comer, libro en ristre (no es un hablador, este Jules, rasgo de su carácter que a mí me conviene perfectamente), o se va al diner de la esquina. La tarde transcurre de la misma manera, entre tecleo y martillazos. Los viernes suelo invitarle a cenar cuando termina su jornada, a veces acepta y a veces no.

Cuando acepta, tras haberse lavado del polvo blanco que lo recubre de pies a cabeza, mete discretamente la cabeza en mi oficina, me pide noticias de la tesina y yo se las doy. Monsieur M. suele llegar contento (home, ruined home), tras una semana de ser picado por los voraces mosquitos de la tundra, y nos pilla delante del ordenador, en pleno debate de: -"Tu argumento en este capítulo no se tiene en pie, no está empíricamente justificado, y algunas frases están muy mal formuladas." (nuestro Jules, en francés) y mis respuestas de -"Que no se tiene en pie, y una mierda como una piedra. Maldito gabacho." ("gabacho" en español en el original) -"Eso, cuando la lógica se tambalea, nos ponemos agresivas y sacamos a relucir la bazofia histórica napoleónica." (el Jules, en francés, entendiendo más castellano del que pretende). -"Narizón." (yo, exasperada, en francés en el original).
Es que tener un operario polivalente que te mira los participios (¿dónde se fueron los obreros clásicos, los que te miraban los pechos?) y te recuerda que no los has concordado con el sujeto, puede llegar a ser irritante . Además, sé que durante la cena va a criticar el punto de cocción de mis espárragos. Es muy maniático con los espárragos, este Jules. Casi tanto como con los participios.

Mi hombretón quebequés se acerca al ordenador, se inclina para darme un beso, palmea sonriente la espalda de nuestro Jules y le ofrece una cervecita. Jules dice que venga esa cervecita y vuelve la mirada a ese párrafo cuya argumentación flojea. Yo los miro a los dos, las sienes me laten, maltrechas del ruido de la jornada, y me entran unas ganas súbitas de que desaparezcan y de quedarme sola y en paz en mi casa semiderruída (por una tarde), y me digo: -"Henos aquí, de nuevo, en ménage à trois."