domingo, 30 de noviembre de 2008

Variaciones en torno al sempiterno pavo (III)

¿Cansada de luchar con el pavo? No eres la única.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Mis días de Bruce Lily, Chinatown y sus placeres prohibidos


Mis días de Bruce Lily, como me bautizó monsieur M., pertenecen a mi segundo año de residencia en Quebec, año en el que en pleno mes de enero me vi catapultada al norte más nórdico -en el que todavía se encuentran ciertos vestigios de civilización, como un Tim Hortons-, de Quebec: Sept-Îles. Sept-Îles, a doce horas de coche de Montreal, es una de las última ciudades a orillas del San Lorenzo accesible por carretera, a partir de Natashquan, para llegar a otros puntos habitados, en verano el medio de transporte diario es el barco, y en invierno la motonieve (por encima del curso congelado del río San Lorenzo).

Monsieur M. fue destinado a esta pequeña y muy aislada ciudad de trabajadores (en las serrerías y la pesca del cangrejo de Alaska, principalmente), que cuenta con un Tim Hortons, un bar country, un burdel, un mini-centro comercial y una reserva india con otro centro comercial (los Innu o montañeses han vivido en este territorio desde mucho antes que los blancos supieran de su existencia). Cuando aterricé en Sept-Îles, acababa de empezar a chapurrear el francés, aún no tenía la ciudadanía canadiense (ni el permiso de trabajo que la acompaña), no sabía cocinar más allá de unas galletas y una tarta de manzana, y no tenía una idea muy clara de lo que es realmente sentirse extranjero, tras once meses de vivir en Montreal, ciudad en la que se hablan más cien idiomas diferentes.

Tampoco tenía ni idea de lo que es el clima realmente nórdico, pero pude hacerme una muy rápido: cuando casi habíamos llegado, tras diez largas horas de ruta en plena tormenta de nieve, en el último segmento del viaje, entre Port-Cartier y Sept-Îles, hay dos horas de carretera sin ningún punto habitado; dos horas de carretera serpenteante en plena tundra, con enormes abetos de vez en cuando, gigantescos camiones madereros que ocupan la carretera entera y amenazan con sacarte de ella en cada curva. Para amenizar el viaje un poco más, la tormenta de nieve (por aquí lo llaman blizzard, es cuando nieva horizontal y si estiras un brazo delante del cuerpo no te ves la mano) arreció, y nos vimos en la simpática situación de tener que decidir entre dormir en la cuneta (imposible seguir conduciendo, con visibilidad cero), a treinta bajo cero, con el riesgo de ser enterrados por la tormenta y morir congelados, o tomar el riesgo de dar media vuelta e intentar encontrar Port-Cartier y dormir allí, contando con que hubiera algo semejante a un motel. Todo ello con la gata Julieta -tan aterrorizada como yo- encima de mis rodillas (Alfonso aún no formaba parte de la familia).

Finalmente, pudimos encontrar un sitio donde dormir sanos y salvos, y llegamos de una pieza al día siguiente. Tras esa llegada triunfal, siete meses en una ciudad donde lo más exótico que han visto nunca es un anglófono de Montreal (imaginaos cuando yo abría la boca: podrían haberme brotado un par de antenas verdes en la frente y no me hubieran mirado más boquiabiertos); ciudad de pescadores y leñadores, hombres que pasan meses lejos de casa, donde la población femenina es visiblemente menos abundante que la masculina, cuya inmensa mayoría luce orgullosamente barba y bigote, camisa de cuadros y gorra de béisbol pegada al cráneo.

Tras vadear el metro de nieve instalado en permanencia en las aceras, mi rutina diaria me llevaba a la minúscula biblioteca municipal (que me leí de cabo a rabo, y cuya bibliotecaria se convirtió en mi chaleco salvavidas durante el tiempo que pasé allí), de ahí, ponerse de nuevo la parka y el pasamontañas (a 35º bajo cero, o te cubres la cara o se te cae la nariz congelada al suelo con gran estrépito). A continuación, vadear de nuevo como un pato las montañas de nieve hasta el Tim Hortons, donde pedía un cafelito y echaba un vistazo al periódico del día y a mi botín de la biblioteca, rodeada de rústicos parroquianos que dejaban de hablar en cuanto hacía mi aparición. Tras explicar a la camarera, unas semanas más tarde, que yo no era una anglo, sino una "pobresita inmigrante española", se relajaron un poco y siguieron sus conversaciones a pesar de mi presencia. La mayoría no tenía muy claro dónde cae España (en alguna parte cerca de México, probablemente), pero siempre era preferible a una anglófona, por muy quebequesa que sea.

Normalmente hacía mis compras en las Galeries Montagnaises, centro comercial que me gustaba, por tener más variedad de tés, entre otras cosas. Allí constaté que todos los clientes eran amerindios, hablaban inglés (un merecido descanso de mi por entonces muy laborioso francés), y me miraban de la misma manera que los blancos en el Tim Hortons. Para que luego digan que hay tantas diferencias interraciales. Monsieur M. me explicaría mucho más tarde que cuanto más profunda es la región de Quebec, menos cohabitación entre blancos y los indios de las reservas, entre los que existe un odio tranquilo. De ahí el asombro de ver una -para ellos- blanca (soy bastante palidita en invierno, y tengo un aspecto que no es visiblemente ibérico) pasearse por las tiendas.

Después de haberme autoenseñado a cocinar (lo cual provocó algunas crisis de pareja, porque monsieur M. se sentía pelín agotado de llegar a casa y tener que hacer de cobaya para mis soufflés de cangrejo, quiches de berenjenas y otras delicias), haber producido muchas acuarelas, haberme leído la biblioteca entera (ahí encontré libros sobre el té, y me volví la teófila que soy hoy), haber enseñado a Julieta a dar la pata, haberme visto todas las pelis del videoclub y haber descubierto la tele americana por cable y sus patéticos programas, haber superado una depresión con la ayuda del Oprah Winfrey Show (que Dios bendiga a Santa Oprah), decidí que tenía que salir de casa y ver gente (otra gente aparte de los parroquianos del Tim Hortons y la bibliotecaria). Como el ejercicio siempre ha sido una parte importante de mis esfuerzos por conservar la salud mental, y que en Sept-Îles el gimnasio estaba equipado sólo con pesas de cincuenta kilos la unidad, y copado por los rústicos leñadores (ambientazo para una chica sola), me apunté a la única posibilidad existente para mujeres: el dojo local de karate y kung-fu.

Éramos sólo dos mujeres, y la verdad es que a mi colega de género le entraba la risa floja cada vez que había que practicar el combate, cosa que me exasperaba terriblemente. Los chicarrones de la motosierra no sabían muy bien cómo abordar el combate con la oponente femenina: normalmente los pobres se quedaban paralizados, mientras yo les daba de hos%$*ias (con perdón), sin piedad ninguna, más que nada para hacerles reaccionar y que me permitieran practicar paradas.
Fue tras presenciar algunos de mis combates que monsieur M. adquirió un nuevo respeto por su cónyuge (no me levanta la voz jamás), y que me bautizó con el sobrenombre de Bruce Lily. Me avergüenza un poco decir que empecé a pillarle el gusto a eso de soltar mis frustraciones sobre mis oponentes masculinos (actitud deshonrosa en cualquier arte marcial, y en la vida), hasta que sensei, observador él, pensó que ya me había divertido suficiente, y que estaba lista para hacer demostraciones con él. Cada vez que necesitaba un punching bag para mostrar una caída, la afortunada elegida era yo. Me convertí en el saco de arena oficial del dojo. Tampoco es que se pasara, era un buen maestro y siempre frenaba a tiempo, pero mis huesillos se llevaron varias sonoras sacudidas contra el tatami. Y, testaruda como soy, me levantaba pensando: "este maldito falócrata no me va asustar". En el fondo, creo que mi cabezonería y mala leche le cayeron simpáticas, así como ese monstruo interior que me descubrí en el tiempo que pasé allí: me encanta la pelea. Yo que era toda peace & love, me sorprendí a mí misma adorando sacudirme con otro ser humano. Tanto, que si bien hace tiempo que quiero volver a practicar, aún me da un poco de cosa.
Voilà por la historia de hoy. Ahora pasemos a lo realmente importante: la pitanza.



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Los placeres prohibidos del título, es por las zampadas que nos sacudimos monsieur M. y yo en Tong-Por, nuestro restaurante favorito en Chinatown, en el que uno puede ponerse literalmente ciego a excelente comida china por apenas 12$ (canadienses) por barba, y encima, oh maravilla de maravillas, llevarse las sobras a casa (cuando se come en un chino, siempre sobra, a no ser que uno padezca de obesidad extrema).


Otra maravillosa costumbre de este país práctico, ecologista y sin tonterías: el doggy bag, es decir, cuando no puedes terminarte toda la ración que te sirven en el restaurante, puedes pedir, sin ningún problema, que te la envuelvan para llevar. Doggy bag es una especie de broma quebequesa que viene de la tan manida excusa que se daba en los restaurantes, la de "¿Puede envolverme estas sobras? Son para mi perro...".

Nada mejor que una jornada gris, lluviosa y fría de noviembre, para ir entrenándose con vistas a los excesos navideños. Empezamos el entrenamiento con la mítica sopa wonton de este restaurante, la mejor que he probado nunca (y he comido en varios barrios chinos, en el de Londres entre otros), con su ajito refrito, el caldo de esta sopa es simplemente magistral.


Seguimos con un tradicional chowmein cantonés, es la especialidad del restaurante, y no tiene mucho que ver con esas versiones ultragrasas que se comían en el chino de mi ciudad natal... los filetes de pato laqueado que lo acompañaban estaban para morirse...



Monsieur M. es un incondicional de la placa caliente, traducción improvisada -y espero que correcta- de sizzling platter, esas placas metálicas que se sacan a la mesa y en las que se termina de cocinar el plato, que chisporrotea de forma espectacular. Él pidió unas gambas a la tailandesa.


Abandonando toda esperanza de poder abotonarnos los pantalones al salir de allí, nos dijimos que de perdidos, al río, y aún fuimos capaces de pedir ternera con salsa de naranja.


Terminamos con la consabida tacita de té al jazmín y unas fortune cookies. La mía decía "A este paso, dentro de poco necesitarás desnudarte y untarte de mantequilla para poder atravesar las puertas".

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Variaciones en torno al sempiterno pavo (II): Gobble, gobble o clok, clok?

Creo que empezáis a adivinar cuál será mi monotema navideño... siempre me han gustado las bromas a repetición. En cualquier caso, mañana nuestros vecinos del sur celebran Thanksgiving. Y esta conversación entre Robert De Niro y Billy Cristal sobre la idiosincrasia del pavo merece la pena de ser escuchada.

Chien chaud: la decadencia de Occidente

La recomendación cinéfila quebequesa del día: la segunda película de la trilogía de Denys Arcand, "Las invasiones bárbaras". Aunque sea una continuación del "Declive del imperio americano", y se vea mejor la evolución de los personajes 17 años después, se puede entender perfectamente sin haber visto la primera. Una buena película, que consigue hablar de morir sin resultar plúmbea, gris, deprimente. La muerte "real life", con sus momentos emotivos, cómicos, ligeramente grotescos y muy prosaicos. Os arrancará algún lagrimón, y más de una carcajada.

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Tengo la habilidad de haber pasado una década en Quebec, Canadá, Norteamérica, y haber conseguido evitar casi totalmente la comida basura, salvo en contadas -y, a menudo, voluntarias- excepciones, motivada por un interés puramente antropológico. Con este razonamiento: si millones de personas adoran esto, y algunas incluso están dispuestas a morir para seguir comiéndolo (ignorando todos los consejos de cardiólogos y nutricionistas), debe de haber algo ahí...

Cuando me dejo llevar por este razonamiento, acabo comprando una guarrada, comiéndola parcialmente, tirando el resto, sufriendo acidez de estómago y molestias digestivas varias el resto de la tarde y diciéndome: recuerda que a millones de personas también les gustan las versiones internacionales de "Gran Hermano". Y que Chiquito de la Calzada hizo furor durante varios años.

Ergo, una vez más, popularidad no siempre = calidad.

Sin embargo, hay veces en las que no se puede escapar de la maldición de la comida rápida. Cuando el hambre aprieta, la tensión está por los suelos, y es imperativo tragar algo antes de caerse redonda, y las alternativas que una tiene son: hamburguesa, patatas fritas y hot dogs, (chien chauds en Quebec, porque estos irreductibles lo traducen todo, todo sea por no dejarse invadir por el inglés), pues todos los principios gustativos y todas las consideraciones de salud se van un rato a paseo, y te encuentras con esto entre las manos:



Toda mi vida (y algunas memorables comidas en España) pasó ante mis ojos mientras "decoraba" mi perrito con los básicos: ketchup, mostaza, relish.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Jingle bells... jingle aaaaaaaaaall the way


Tras dos o tres académicamente estresantes semanas, en las que mostré ligeros signos de desequilibrio mental traducido en obsesión con las calabazas, algún psicoanalítico lector sugirió que mi fijación cucurbitácea se debía probablemente a que yo era una de esos aguafiestas que odian la Navidad, al anciano obeso vestido de rojo y todo lo que los acompaña (túmbese en el diván y cuénteme cómo eran las Navidades de su infancia).

Nada más lejos de la realidad, queridos lectores. Lo cierto es que adoro las Navidades, esta fiesta me gusta tanto o más que Halloween (bueno en los últimos años, Halloween andaba más arriba en el top 40, pero quizá sea porque la truculencia natural de mi carácter, acrecentada por esta tesina que no cesa, me hace preferir ese festejo de esqueletos, zombies y brujas, que tan bien van con el estado de mi estudio lingüístico, estancado y momificado de tal manera que dentro de poco comenzará a oler).

Llevo unas tres semanas conteniéndome, diciéndome que la integración a esta sociedad canadiense terminaría por eliminar mis reticencias, que la nieve llegaría y me daría entonces ese ataque navideño que me da todos los años, ataque durante el cual compro toneladas de postales Unicef (sí, sí, porque al menos una vez al año yo aún mando cosas por correo... en papel de árbol muerto), empiezo a mirar calzoncillos de cuadros escoceses para mi leñador de marido y a tener ganas de tomarme un eggnog, que siempre me pone un poco piripi (no suelo beber) y me manda a la cama de muy buen humor.

Porque yo soy muy navideña, queridos lectores. Extremadamente navideña, incluso. Excesivamente, dirá mi quebequés de marido. Leo a Dickens en diciembre, me trago feliz pelis como "Milagro en la calle 34" (empalagosa como ella sola) mientras hago galletas de jengibre en la cocina, cualquier versión de "Canción de Navidad" me provoca lagrimones (incluyendo la versión de los Muppets, patético), cada Navidad obligo sistemáticamente a monsieur M. a sentarse en el sofá y ver de nuevo "¡Qué bello es vivir!", de Frank Capra, una de mis películas favoritas de todos los tiempos, dejo felicitaciones en el buzón de mis vecinos (no sé por qué, mi vecino sikh nunca lo menciona cuando me ve...), escucho "White Christmas" de Bing Crosby y lo acompaño cantando... en fin, podéis imaginaros.

Pero mi inflamación navideña anual (o navideñitis aguda, según monsieur M., que sufre cada año de navideñalgia por mi culpa) este año no acaba de llegar. Curiosamente, esta afección no es exclusivamente de origen cultural y religioso (no he podido escaparme completamente de mi educación católica, pero me considero como mínimo, no practicante, y agnóstica convencida), sino que tiene que ver más bien con el lado profundamente maravilloso del hecho de que la humanidad se otorgue al menos un par de semanas al año en las que pensar en los demás, reflexionar sobre su relación con ellos, sobre la bondad -o maldad- que uno esparce a su alrededor, sobre lo que realmente nos importa, desearnos paz... (música de violines).

Ya, ya, los Grinch y Scrooge de turno me dirán: "Una fiesta en la que el consumo es el centro de todo, en la que el amor por el prójimo se mide en la cantidad de dinero que uno se gasta en regalos, en la que nos calmamos la conciencia donando dinero u objetos a instituciones de caridad, para poder olvidarnos de la gente que sufre el resto del año es de una hipocresía..."

¡Camelos! ¡Paparruchas!, respondo a estos aguafiestas. Hay formas de escapar al consumismo que le quita sentido a esta tregua anual, a esta celebración del estar juntos, y aún vivos y queriéndonos lo mejor que sabemos.
Cuanto menos dinero tiene uno, más fácil escapar de ello, desde que he vuelto a los estudios, yo me las arreglo perfectamente:-). Monsieur M. y yo nos hacemos regalos el uno al otro. Estoy segura de que este año se pondrá orgullosamente la bufanda que pica y que le estoy haciendo en estos momentos, yo, por mi parte, espero impaciente una caja de madera decorada para mis tés y tisanas. Prácticamente todo el mundo tiene algún talento, así que podríais ahorraros la ruina anual y probar. Si sois buenos cocineros, unas mermeladas o galletas caseras. Si sois tricotosas, las bufandas con aspecto artesanal nunca han estado más de moda. Como soy consciente de que empiezo a sonar como un artículo del Hola, si no sois nada artesanales siempre podéis regalaros masajes shiatsu o complicadas prácticas sexuales que incluyan renos y gorros de peluche rojo, por daros algunas ideas.

Imagen de Ed Polish & Darren Wotz
En cuanto a la Nochebuena, se pueden organizar juegos para que las cenas de familia sean otra cosa que una indigestión en devenir (y de paso, ocupar a los familiares e impedir que se aireen los trapos sucios durante la velada, y los tan típicos ajustes de cuentas por encima del pavo, que seré navideña, pero no ingenua, y sé lo que pasa en muchas familias...). Mi familia política tiene esa costumbre de organizar juegos, y aparte de pasarte la noche riéndote, no suele haber incidentes de esos en los que uno de los cuñados se levanta con la nariz un poco roja, estilo Rudolph, y le dice a otro: "Oye, tú, hace ya tiempo que quería ponerte las cosas bien claritassss...".

En fin, que como este post se trata de que este año la locura con olor a pino aún no me ha poseído -la culpa es de la nieve, que tarda en llegar-, me pregunto si una parte de culpa no será también de la sobredosis comercial canadiense. Aquí, el día de Halloween ya andaban cambiando los escaparates y poniendo árboles de Navidad. El desfile de Père Noël por la calle Sainte-Catherine (el equivalente al desfile de Macy's en nueva York), suele ser alrededor del 10 u 11 de noviembre. Parece que los padres se quejaron el año pasado, y este año les ha dado un poco de vergüenza y lo han retrasado.

Los anuncios de Navidad no han parado de martillearnos desde el 1 de noviembre, y los villancicos suenan a toda castaña, jingle bells, jingle bells, en cualquier comercio en el que entremos. Las decoraciones y los regalos se venden desde hace ya tres semanas.

En resumen, para cuando llega diciembre, en Canadá (y en Quebec) nos han jinglado tanto las bells que ya no podemos más. Hasta las irreductibles como yo terminan asqueadas. Y me sorprendo añorando España, en mi ciudad natal las luces y decoraciones no se ponían hasta la segunda semana de diciembre. Una tenía tiempo de esperar las fiestas, de desearlas.

Aquí están tan ocupados intentando hacerte comprar, que no cuentan con el factor espera, no te dan tiempo a desear nada. Al menos los americanos esperan hasta después de su Thanksgiving, en el último fin de semana de noviembre, para empezar a agitar los cascabeles. Aquí nos los tocan desde hace ya bastante tiempo. A este paso, los Twelve days of Christmas van a convertirse en los ten months. Y vamos a cantar Adeste Fideles en agosto, en biquini.

Voy a escribir a la gobernadora general de Canadá, la que representa a Liz por estas tierras, proponiendo un proyecto de ley que prohíba los villancicos, decoraciones y demás parafernalia de Navidad antes del 1 de diciembre. He dicho.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Anuncios navideños : variaciones en torno al sempiterno pavo.

Hace ya bastante que los anuncios navideños han invadido la tele canadiense. Como la semana que viene los americanos celebran su Acción de Gracias, en las cadenas anglófonas y americanas el pavo está omnipresente. Y se presta a chistes bastante escatológicos...

viernes, 21 de noviembre de 2008

Al fin, mi príncipe


Republicana impenitente, el único príncipe al que echo de menos es al de las galletas españolas rellenas de chocolate, que me han acompañado en tantas excursiones.
Este príncipe es turco. Y lo encontré gracias a Adonis.

Tanto leer literatura británica, tenía que acabar saliéndome un ramalazo monárquico...

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Alta cocina / Haute cuisine

Meses y meses delante del ordenador. Estrés brutal + exámenes + curro + toneladas de trabajos por entregar + pocas horas de luz nórdica + fatiga acumulada = a la mierda el colesterol, a la mierda la celulitis y a la mierda los muslos de diosa griega...

...es la hora de unos huevos con patatas.
Inspiración: Marona. Con un par.

Haute cuisine.

martes, 18 de noviembre de 2008

Las vecinas

Doña Marmota sale a nuestro parterre asilvestrado de buena mañana, y se encuentra con la vecina, que vive en el parterre de al lado:

Doña Marmota: -"¡Vecina! ¡Cuánto tiempo! Yo creía que ya estabas hibernando!"

-"Chuiick, chuiick" (besitos en las mejillas peludas).

Vecina: -"Ya me gustaría a mí, chica. Pero aún ando llenando la despensa. Este año llevo un retraso horrible. Con tanto plato precocinado, ya no se encuentra nada decente para el invierno. Y con dos adolescentes en la madriguera, hay que tener comida. Están en esa fase en la que ya no hablan, sólo gruñen. Salen de sus cuartos para hacerse una pila de comida, y vuelven a encerrarse. Hay veces en que he pensado en instalar una trampilla pasaplatos como en los manicomios, así ni siquiera tendrían que salir. Es que verles la cara a esa edad, es muy duro, chica. Uno de ellos, que anda obsesionado con las modas humanas, se ha hecho un montón de piercings en las cejas, y lleva colgados no sé cuántos aretes. Su padre está que trina. Yo le digo: "Déjalo, hombre, a ver si se pone los aros suficientes para que podamos colgarle una cortina de ducha, y así no habrá que verle la jeta". En fin. He salido a hacer un par de recados, y en cuanto termine, al hoyo. ¿Y tú? ¿Cómo es que no estás ya durmiendo?"

Doña Marmota (suspirando): -"Yo también ando tarde este año. Si es que con los dos chiflados que son propietarios de nuestro parterre, voy de susto en susto. "

Vecina: -"Tu casera... ¿no es ésa de los pijamas un tanto desequilibrados? ¿La que sale a recoger el periódico por las mañanas con los pelos estilo electrochoque en el sanatorio?"

Doña Marmota (poniendo los ojos en blanco): -"La misma. Y su marido el Bigfoot, ése tipo enorme que anda como un marino que acaba de bajarse del barco. O como un oso."

Vecina: -"Aaah. Pues así, a simple vista, no me parecían tan malos. Hija, vives en un parterre que es lo más parecido a vivir en el campo. Pura naturaleza salvaje. Podría ser peor, yo vivo en el terreno de ese obseso de la jardinería... se pasea con un cortaúñas igualando las briznas de hierba que sobresalen. Me pone de los nervios. "

Doña Marmota: -"Pues casi te lo cambiaría. El problema con nuestros humanos es que son imprevisibles. Al principio nos parecían raritos, pero sin más. Tienen dos gatos, pero no los dejan salir, hasta ahí estupendo. Ella se pasa el día tecleando en esa cosa con un cuadrado delante, y de vez en cuando habla sola, gruñe, se mesa el pelo ese de loca que tiene, se levanta, da unas vueltas por la habitación y se vuelve a sentar. Parece que la máquina esa le absorbe mucho tiempo, porque apenas se ocupa del jardín. De vez en cuando, cuando tu humano llama a la puerta y refunfuña y gesticula delante de ella, le da como un ataque y sale con las tijeras de podar. Se carga todas las plantas, y eso parece calmar a tu casero. Entonces tenemos que escondernos mejor durante unas tres semanas, salir sólo de noche, hasta que la jungla vuelve a crecer. Y vuelta a empezar. Hasta ahí, vale. Lo de la vegetación cíclica no lo llevamos tan mal. Y no son malos vecinos, no son ruidosos, se acuestan pronto... ya sabes. A veces a ella le da por poner discos de David Bowie o Milladoiro a toda castaña, o él quema algo que huele raro y hace ruidos que no parecen humanos, algo así como "Ôôômmmm", pero hasta ahora, aparte de sus gustos musicales, no teníamos nada que reprocharles...

Pero hace un par de semanas, llega el Bigfoot, se pone a enredar en una de las entradas de la madriguera, y cuando salimos esa noche, nos llevamos un remojón de escándalo. ¡El muy cretino había instalado una ducha automática! Oye, eso y llamarnos guarros a mí y a mi familia, es todo uno. ¿Por quién nos toma?". (Indignada).

Vecina hace ruidos y gestos de cabeza mostrando empatía y desaprobación: -"Tsk."

Doña Marmota (prosigue, acalorada): -"Y yo que acababa de tirarme un par de horas lamiéndome el pelaje, íbamos a cenar con unos amigos a un seto nuevo, muy elegante... "

Vecina (toda comprensión y empatía): -"Tsk, tsk."

Doña Marmota (en pleno desahogo): -"Y eso no es todo. Porque con esta lunática, vamos de sorpresa en sorpresa. Hace un par de semanas casi me muero del susto cuando salgo por la puerta de servicio y me topo con un esqueleto, frente a frente. Imagínate, habían plantado lápidas por todo el parterre."

Vecina: -"La guerra psicológica."

Doña Marmota: -"Exacto."

Vecina: -"Esa gente tiene un problema. Mi casero tiene la manía de plantar gnomos de plástico en el césped, pero no asustan. Dan vergüenza ajena, y ganas de suscribirlo a una revista de decoración, pero miedo, no."

Doña Marmota: -"En fin. Que estoy intentando convencer a Paco de que nos mudemos. El sábado intenté abordar el tema mientras estaba relajado, tomándose el cafelito y leyendo La Presse que le conseguí en la papelera del reciclaje".

Vecina (con sonrisa conspiradora): -"Ji, ji. Qué cuca. Le pillas con la guardia baja".

Doña Marmota: -"Y le digo: «Mon rongeur d'amour, no crees que sería más seguro para las crías que nos mudemos?» El pobre levanta la vista del periódico, suspira, y me dice que acaba de terminar las últimas reformas y que ahora que la madriguera está al fin a mi gusto, se me ocurre mudarme. Yo intenté convencerle con el argumento de que vivimos en una zona peligrosa, con esa pareja de locos, él martilleando y serrando como un poseso, y ella plantando lápidas y duchas en el parterre. ¿Que vendrá después? ¿Un campo de minas? Al final accedió a meditar la idea durante el invierno, y darme una respuesta en primavera".

Vecina: -"¿Y si en primavera te dice que no está de acuerdo?"

Doña Marmota (hembra de métodos dudosos y bastante reaccionarios, con sonrisa siniestra): -"Seis meses en la madriguera solamente durmiendo y jugando al Scrabble pueden hacerse muuuuy largos".

Vecina: -"Oh."

domingo, 16 de noviembre de 2008

Galletas sanas de avena: from the cookie jar, with love


Mi cookie jar andaba mirándome con aire de reproche, así que he tenido que ocuparme de llenarla.

Estas galletas sanas de avena son de lo más equilibradas y formalitas, con harina integral, aceite vegetal (muy poquito), poca azúcar, mucha avena (estupenda para bajar el colesterol, fibra a tutiplén) y la energía de los frutos secos (en este caso, cranberries secas, pero podéis utilizar perfectamente pasas).

Aparte de ser galletas "sin pecado", están muy buenas (en esto del dulce no estoy muy dispuesta a sacrificar el placer por la salud). Me las llevo en el bolso y acompañan estupendamente el cafelito de media mañana. Así puedo mirar todos los croissants y napolitanas grasientorros de la cafetería sin que me den envidia.

Con la bendición de la nutricionista.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Jelly beans


Como no sólo de alta gastronomía vive el hombre -ni la mujer- y en mi caso, je, la alta gastronomía no la huelo tan a menudo como me gustaría, -soy estudiante-, voy a hablaros de algo que alegra mis incontables y poco inspiradas jornadas delante del ordenador : las Jelly beans . Como podréis constatar, no he incluido estos dulces bajo la rúbrica "comida", no he tenido el valor.

La marca original de estas golosinas tan entrañables en esta parte de América es Jelly Belly, y si digo que son entrañables es porque tienen ya una larga historia en la memoria emocional de la infancia del americanito (y canadiense) medio.

En España existen unos dulces que imitan a las beans, pero por esta vez tengo que decir que no son lo mismo. No consiguen los sabores estupendos de las originales (entre otros, a palomitas de maíz con mantequilla o a marshmallow tostado).
Otras jelly beans famosas son las muy conocidas (para los grandes aficionados a Harry Potter, como yo), Bertie Bott's Every Flavor Beans, con sabores tan desconcertantes como los que aparecen en las novelas de Harry Potter. Me apetecía evocar estos libros, porque éste es el primer año en el que no voy a poder leer un nuevo "Harry", y me he dado cuenta de que lo echo de menos, era una de mis lecturas de otoño.

Entre otros sabores : cera de oreja, sardinas, vómito, espagueti, pepinillo en vinagre y jabón.


Lo más divertido de comprarlas fue organizar una "degustación a ciegas" después de un cena con amigos. Al igual que Dumbledore, yo elegí una de color azul-gris esperando "arándano", y me zampé una sabor "sardinas". Sabía, efectivamente, a sardinas de lata abierta y olvidada en el fondo del frigo, no muy frescas.

Como experiencia gustativa, deja un poquito que desear, pero hay que ver lo bien que han conseguido imitar el sabor. Y lo que nos reímos.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

El sueño eterno (oda al café filtro)


Noviembre me suele producir ese efecto: cuando empieza a anochecer hacia las cuatro y media, la temperatura baja, ya no queda prácticamente rastro de vegetación, pero aún no hay nieve que ilumine Montreal con esa luz blanca (este año las primeras nieves vienen con retraso, normalmente ya tendrían que haber caído un par de nevaditas sólidas, y sólo hemos tenido un día de "espolvoreo" blanco); cuando noviembre se arrastra gris, lluvioso, frío, lento y lleno de trabajo, entro en fase de hibernación.

Me despierto -es un decir- a esas horas dementes de la mañana que son las normales en este país (a mí, toda hora más temprana que las siete de la mañana me parece demente), con esa náusea característica del ibérico que se levanta, echo mano de la bata de polar, ésa que ha hecho pelotillas en apenas dos lavadas y que sigo usando como coraza antisexo (y es que a mí, a las seis de la mañana, no me toquessssss), trastabillo con Alfonso, que está tumbado al lado de la cama y ni siquiera ha abierto un ojo -maldito gatito- y navego como puedo hacia la cocina y esa máquina que me ha salvado la vida desde que llegué: la cafetera programable.

Ya os he hablado varias veces de lo amante del té que soy, he leído y probado lo suficiente como para diferenciar muchas clases y calidades. Pero en este mes de noviembre en el que uno se despierta con luz eléctrica, y llega a casa por la tarde a la amarillenta luz de las farolas, lo que me permite ponerme a funcionar por la mañana no es un exquisito té gyokuro de primera cosecha, no. Es un cafetazo filtro.

Mis gustos en café son tan basureros como sibaríticos los que tienen que ver con el té: cuando vivía en la piel de toro, nunca fui capaz de apreciar el café tal y como se sirve en las cafeterías, (por eso comencé a tomar té). Ahora que monsieur M., gran epicúreo del café, tiene una super cafetera exprés italiana, algo así como la Lamborghini de las cafeteras, regalo de Estoico Hermano y Recia Cuñada (con ella terminaron de ganarse su varonil corazoncito), sigo sin ser capaz de apreciar el buen café. También hay que especificar que monsieur M., viril muchachote canadiense, prepara unos cafés que se cortan con cuchillo y tenedor.

El café que me gusta es deleznable, es el café al que me hice adicta al llegar a Canadá, país que carbura a café filtro americano, donde todo el mundo se pasea vaso de café en mano por todas partes, a todas horas : en el metro, en el hospital, en los cursos universitarios, los funerales, los cines y los coches. Y encima, aromatizado: café con sabor a vainilla o avellana. Qué se le va a hacer: me gusta el equivalente al fast food del café. Y aunque sea consciente de que es de peor calidad, me sigue gustando más el chocolate con leche que el chocolate negro. Ya está, ya lo he confesado, ahora lo sabéis todo. Me temo que mis papilas gustativas están infantilizadas, son unas inmaduras.

Con esta larga explicación proclamo, en este universo de cocinillas donde casi todo el mundo hace sus reducciones de balsámico y utiliza azúcar aromatizado a la lavanda, el derecho a seguir apreciando ciertas cosas de calidad dudosa, pero oh, cuán reconfortantes. Abajo el esnobismo alimentario. Vivan el proletariado y el café filtro. Y la tableta roja de Nestlé. (Sin embargo, si algún amable lector quiere invitarme a cenar al Bulli, no diré que no, para qué engañaros).

Qué haría yo sin mis dos cancarritos de café filtro. Este blog, escrito de buena mañana, (hora canadiense), no existiría sin ellos. Gran pérdida para la humanidad entera -especialmente para el mundo de la lingüística-. Y en este vegetativo noviembre de sueño eterno (tenéis que ver la peli de Hawks, una obra maestra), en el que acabo de levantarme y escucho ya la llamada de la cama y sus viles cantos de sirena que me impiden trabajar, en el que no puedo esperar a llegar a casa y saltar en la bata y las pantuflas de peluche, en el que urge empijamarse y edredonarse, y dormir doce horas, un café, es justo y necesario. Es mi deber y salvación.

Voy a servirme otra tacita ya mismo.

Imagen de Ed Polish & Darren Wotz

lunes, 10 de noviembre de 2008

Pérfida pasta a la puttanesca


ADVERTENCIA: NO LEER. ESTE POST ES MUY DESAGRADABLE.

Si sabéis quién es Lemony Snicket -afortunados, ya que su anonimato, al igual que el mío, está celosamente guardado-, sabréis que una receta inspirada de sus historias no puede ser una experiencia agradable. Si ignorando mis advertencias y todo sentido común, decidís seguir leyendo, no podréis decir que no os he avisado.

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Una fría y lluviosa tarde de noviembre, la autora de este blog abrió la puerta de su vetusta mansión montrealesa, con la humedad propia de este mes, -en el que la lluvia y la nieve se codean, la una sin decidirse a dejar a la otra ganar la batalla-, calándola hasta los huesos. El crujido de los goznes -diantre, otra cosa que arreglar en esta decrépita barraca-, la oscuridad del largo y desolado pasillo y el maullido desesperado que la acogió, le indicaban claramente que monsieur M. estaba de viaje de trabajo, electrificando renos. ¿He dicho electrificando renos? No, su trabajo no consiste en ejecutar cérvidos, sino en llevar la línea eléctrica a las regiones más frías, salvajes e inhóspitas de Quebec.

La bella autora (vale, puedo permitirme una licencia artística ¿no? Es mi historia, al fin y al cabo) dejó el paraguas apoyado contra la pared ignorando su goteo, se quitó la boina de lana y los guantes, y colgó el abrigo húmedo de una percha. Un gato corpulento, (corpulento es una forma educada de decir gordo) el pelo anaranjado y atigrado, vino a frotarse contra sus tobillos. Julieta, la gata, la contempló desde el fondo del pasillo, con ojos rencorosos. Nunca le había gustado que la dejaran sola todo el día.

La solitaria lingüista en devenir aplacó la angustia de sus gatos llenando sus tazones de esas croquetas secas y marrones que comían desde hace seis años, y que no sólo no parecían cansarles, sino que seguían reclamando con ansia.

La lluvia repiqueteó contra el cristal de la ventana de la cocina, y una corriente de aire frío rozó la nuca de la autora. Toda la casa parecía lamentarse, con crujidos, chasquidos y otros ruidos cuyo origen era misterioso. Intentando no prestarles atención, se dirigió al frigorífico, cuyo contenido le pareció tan desalentador como el tono gris del cielo, en el que se extinguía la última traza de luz de la tarde. Un bote con restos resecos de mayonesa, media cebolla consumida y arrugada, un bote de alcaparras medio vacío, varios tomates moribundos, una lata de anchoas que llevaba ahí tanto tiempo como las piedras de Stonehenge.

La joven (más licencia artística, qué pasa) se estremeció, un escalofrío recorriéndole la columna vertebral. "Esta es una tarde siniestra, desagradable, casi fúnebre. Como la historia de los hermanos Baudelaire. Perfecta para un plato de pasta a la puttanesca." Y utilizando los cadavéricos restos de la nevera, y siguiendo esta receta, la cocina en penumbra se llenó rápidamente del olor acre y penetrante de esta salsa.


Justo cuando el tomate estaba casi en su punto, y la pasta flotaba en el agua hirviendo, la autora oyó un estruendo repentino que parecía venir del sótano. Durante un minuto pensó que los televendedores no llaman nunca cuando una necesita compañía. Armada de un pelapatatas y de mucho valor, abrió la puerta del sótano sin encender la luz, y miró al abismo negro del fondo de las empinadas escaleras. Al igual que todos esos adolescentes idiotizados de las películas de terror, volvió la cabeza un momento, hacia los gatos cuyas miradas fijas estaban clavadas en la suya, y dijo: "Voy a ver qué ha sido ese ruido. Ahora mismo vuelvo. Esperadme aquí."
Los dos felinos, impávidos, sostuvieron su mirada, con una expresión que parecía decir: "Pero mira que los humanos son gilipollas".

viernes, 7 de noviembre de 2008

Cuidado con el gato


... podría herir a alguien mientras duerme la siesta.

Durante catorce horas ininterrumpidas.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Desayuno para campeones (y súbditos de Her Royal Majesty)

Earl Grey (con una nube de leche), scrambled eggs, y beans on toast. Casi, casi, by appointment of Her Majesty the Queen.


Esto es lo que le pasa a una después de una década de vivir en dos países de la Commonwealth.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Creced y multiplicaos

Imagen de Ed Polish & Darren Wotz


Hace ya mucho que no os he deleitado con una crónica familiar. Tras una conversación (si puede ser calificada como tal) telefónica con mi hermano, he sentido la urgencia de contaros algo sobre él y su petite famille. Los lectores habituales de este blog conocen sin duda las andanzas de monsieur M. y señora (servidora), mi Santa Madre y nuestra curiosa relación telefónica, pero no creo que hayan oído hablar mucho de mi Estoico Hermano y su progenie.

Pues sí, efectivamente, esta esplendorosa combinación genética que constituye mi humilde persona no podía ser creada así, de sopetón, improvisando. Requirió un primer esbozo que es mi hermano mayor, (y el único que tengo). Mi Estoico Hermano, que merece el calificativo por lo impasible de su gesto (su única expresión facial conocida consiste en levantar hábilmente una ceja, expresión que puede denotar, indistintamente: enfado, impaciencia, alegría, amor desmedido, irritación o derrisión) y lo legendariamente cínico de su humor.

Efectivamente, lectores, ahora lo sabéis todo, Estoico Hermano es mucho más gracioso que yo.

Otras características fraternales son: una flacura de corredor de maratón etíope, por la cual sospecho que se aficionó a correr. Estoico Hermano pasea su enjuta silueta cual grácil gacela cuarentona (porque es cuarentón) por su ciudad de residencia, ciudad reputada justamente por sus corredores ilustres . Unas sienes plateadas, que en él son distinguidas y demás, pero que estoy heredando yo exactamente en el mismo sitio de mi radiante cabellera, la verdad es que en una mujer el estilo Richard Gere no favorece mucho. Una paciencia de santo (que no forma parte de mi patrimonio genético) muy apropiada para su rol de padre de dos tiernos infantes, una afición bulímica por la lectura y una cierta timidez compensada por ese humor corrosivo, que sale en murmuros aparentemente inocentes, pero oh, cuán pérfidos.

Mi hermano después de crecer, ha decidido multiplicarse, para mi gran regocijo, porque aunque yo haya decidido rehusar las alegrías de la maternidad, me gusta lo de ser tía y tener una buena excusa para recorrer las secciones infantiles y juveniles de las librerías.

Ahora que tenéis una imagen mental del personaje, os cuento la conversación que me ha inspirado este post. Mis conversaciones familiares son siempre por teléfono o vía Skype, gajes de vivir en ultramar.

Describo la escena: ahí estoy, terminando la cocinada mítica de los domingos, ésa que me permite poder comer algo decente el resto de la semana mientras revoluciono el mundo de la lingüística, y decido refrescar la relación fraterna con una llamadita de teléfono dominical. Hoy no ha habido videoconferencia, porque anoche monsieur M. y yo salimos, volvimos a la insólita hora de las doce y media de la noche, (yo, que babeo en el sofá a partir de las nueve) y francamente no me apetecía peinarme ni lavarme la cara para mostrar una imagen edificante a mis sobrinos.

Hermana Ingrata: -"¿Y? ¿Qué te cuentas? ¿Qué tal los sobris?

Los sobris son Sobrino Espitoso, de casi seis años, y Bebé Brutita, de dos, con un carácter que sospecho empieza a parecerse al de su madre, Recia Cuñada, de un enérgico que puede llegar a ser intimidatorio.

Estoico Hermano (con fondo de gritos animales): -"Pff, qué quieres que te cuente. Ha llovido todo el santo día, no hemos podido sacar a las fieras, son las cuatro de la tarde y estoy hecho polvo. Recia Cuñada está intentando hacer la cena, y yo ejerzo de domador en el circo para darle un poco de tiempo. Estoy deseando llegar a la oficina mañana, a ver si descanso un poco."

Hermana Ingrata: -"¿Tú vas al curro a descansar? Yo pensaba que trabajabas como un esclavo... oye, qué son esos ruidos? Casi no entiendo lo que me dices."

Estoico Hermano (inexpresivo): -"Estamos viendo «Madagascar». Por tercera vez hoy. Y jugando a los bolos al mismo tiempo. Bueno, Sobrino Espitoso está intentando enseñar a su hermana cómo jugar a los bolos, y yo estoy intentando que no la mate ni le produzca ninguna lesión permanente en el proceso. Y sí, trabajo como un esclavo. Lo cual es mucho más relajante que un tierno fin de semana familiar."

Hermana Ingrata (rebosante de cursos de pedagogía): -"¿Por tercera vez? ¿No tenéis más pelis de dibujos? Y en lugar de enchufarles a la tele, que les sorbe el cerebro, no les estimula adecuadamente y favorece la hiperactividad, ¿por qué no haces algún tipo de actividad creativa con ellos? ¿Por qué n---"

Estoico Hermano interrumpe, con tono monocorde: -"SI, la tele embrutece. SI, tenemos otras pelis. Y DVDs educativos. Y documentales de animales. Y «Dora, la exploradora». Pero no quieren verlos. Sólo quieren ver «Madagascar». Y ahora se saben los diálogos de memoria. Yo también. Antes de «Madagascar», fue un documental sobre la vida de las serpientes pitón javanesas. Tuve que ver cómo una pitón gigante deglutía un cordero -sin masticar- unas cuarenta y seis veces en las mismas dos semanas. Después de cenar, aclaro."

Hermana Ingrata: -"Estoo, suenas cansado..."

Estoico Hermano: -"Debe de ser porque este mes, desde que Bebé Brutita ha empezado a ir a la guardería y a coleccionar todos los virus infantiles disponibles, he pasado por dos gastroenteritis, un resfriado y ahora mismo tengo una erupción rara en el brazo y me pregunto si he pasado el sarampión cuando era pequeño. ¿Lo he pasado?" (Gritos simiescos de fondo).

Hermana Ingrata: -"Euh, creo que sí. Y las paperas. Te las pegué yo."

Estoico Hermano (ahora se oye estruendo de objetos que se caen): -"No te imaginas lo estupennndo de cambiar los pañales de Bebé Brutita en plena gastroenteritis. ¿Recuerdas los grabados de Beatrix Potter que nos regalaste para colgar en su cuarto?"

Hermana Ingrata: -"Um, sí..."

Estoico Hermano: -"Tu sobrina ha conseguido proyectar la caca hasta los cuadros. Empiezo a sospechar que es premeditado. Fue quitarle el pañal, y ¡zas!. Si hubiera podido medir la presión hidrostática del líquido fecal, probablemente hubiera flipado." (Mi hermano es de ciencias. Creo que ese desapasionamiento científico le ayuda a conservar la salud mental durante la gozosa experiencia de la paternidad.)

Hermana Ingrata, mirando el currusquito de pan con queso que me estoy comiendo y dejándolo en el plato, súbitamente a falta de apetito: -"...la ...presión ...hidrostática..." "Eeh, cambiando de tema, ¿has pensado algo para el regalo de Santa Madre? Porque justamente hablando con ella he tenido una idea---" Se oyen más golpes. Alaridos de fondo. Bebé que llora.

Estoico Hermano, voz lejos del auricular: -"¡Espitoso! ¡A Bebé no se le pega en la cara con los bolos!"

Sobrino Espitoso, voz quejicosa amortiguada por la distancia: -"¡Yo no le he hecho nada! ¡Se ha pegado ella sola!"

Estoico Hermano, irónico: -"Ya. Claro. Se ha atizado ella sola con los bolos." Dirigiéndose a mí: -"Pensándolo bien, es algo que podría hacer perfectamente. Lo de la psicomotricidad aún no lo domina, y lo de encontrarse la boca con la cuchara cuando intentamos que coma sola, tampoco. Como hoy, se ha introducido puré por todos los orificios faciales, confiamos en que termine comiendo algo por eliminación. Ensayo y error."

Hermana Ingrata: -"Mmh. Sobre el regalo de mamá--"

Estoico Hermano, a su primogénito: -" ¿Qué hace Bebé sin pantalones? ¿Por qué se los has quitado? ¿Dónde los has metido?"

Sobrino Espitoso, con maligno regocijo: -"Jiu, jiu, papá, ¡¡Bebé huele a CACA!!!

Guardo el queso en la nevera. Definitivamente, se terminó el piscolabis.

Estoico Hermano: -"A ver que huela..." (No quiero ni imaginar cómo está comprobando el estado del pañal de la petite.) "Pues es verdad. Se ha cagado."

Hermana Ingrata: -"Es lo que me gusta de hablar contigo. Esta escatología familiar a la hora de comer. Estas conversaciones estimulantes para el intelecto."

Estoico Hermano, ignorándome por completo: -"Voy a cambiarla. Le voy a poner el teléfono en la oreja, así se distrae y no se retuerce cuando la cambio. Cuando se retuerce, la mierda le llega hasta--"

Hermana Ingrata: -"Vale, vale, pásamela, no necesito más detalles."

Aquí debo aclarar que Bebé Brutita está empezando a hablar, y que su repertorio conversacional es un tanto restringido, limitándose a "pan", "más", "sayonara" (esto debe de ser un vestigio de su fase cine japonés), y "aita" (papá en euskera), y a algún que otro vocablo aún irreconocible.

Hermana Ingrata, sintiéndome un poco cretina, hablando a un bebé por teléfono, y negándome a adoptar esa boz bobalicona con la que la gente suele hablar a los niños pequeños : -"¡Bebé! ¡Hola, Bebé! ¿Sabes quién soy? "

Jadeos al otro lado de la línea. Esto parece una llamada erótica.

Hermana Ingrata, consciente de que hablo a un ser humano aún no dotado de elocución, que se defeca encima y al que están frotando las nalgas con una toallita húmeda: -"Soy la tía Arantza. ¿Quién soy?" (Deformación profesional de profesora de idiomas, el famoso tic now you repeat after me).

Bebé Brutita: Más jadeos. Gorgoritos, esta vez con toque húmedo. -"Ggggfffsssszzzzrantza". "PAN."

Hermana Ingrata, pese a mi cinismo innato, ridículamente orgullosa de tamaño despliegue cognitivo: -"¡Muy bien! ¡La tía Arantza! ¡Lo has dicho muy bien!"

Bebé Brutita: -"¡PAAAAAAAANNNNN!!!!!!"

Debe de tener hambre. Claro, tanta actividad evacuatoria... Golpe en el auricular. Ruidos no identificados.

Estoico Hermano: -"Eh, oye, tengo que dejarte. Creo que Sobrino Espitoso está lanzando los clicks de Playmobil al retrete. Otra vez."

Hermana Ingrata: -"Sí, claro. Ya hablaremos más t--." "---". Línea muerta.

Hablar. ¿De qué hemos hablado, por cierto?

domingo, 2 de noviembre de 2008

Pluperfect Pumpkin Muffins / Muffins de calabaza pluscuamperfectos


... por aquello de "más que perfectos" (ya me van a acusar de nuevo de no tener abuela, pero qué queréis que le haga... soy un desastre en mecánica del automóvil, e incapaz de diferenciar el sexo de los pollitos -e incluso de mi peluquero-, luego en algo tengo que tener un poco de habilidad...)

¿Qué hacer con dos enormes calabazas que han servido para atraer monstruitos durante la tarde de Halloween?

Este blog montrealés, siempre tan práctico, os propone varias creativas posibilidades (hazte a un lado, Martha Stewart):

a) dejar como decoración de parterre este simpático artefacto del que ya os he hablado: the mooning pumpkin, e irritar a los vecinos durante tres meses más (puede ser decorado con luces navideñas cuando llegue la ocasión)

b) buscar tu vieja escopeta de postas y utilizarlas como blanco (atención, esto mejor en un descampado)

c) dejarlas pudrir tranquilamente delante de la entrada para ahuyentar a los vendedores de aspiradores, mormones, testigos de Jehová, de Yahvé, de Alá, a las girl-scouts que siempre quieren venderme chocolate malo o a la señora sin sentido del humor que viene a pedir para el domund

d) utilizarlas como original paragüero. Tiene un inconveniente: se pudren. Cuando les llegue la hora, ver alternativa c

e) ponerles nombre, unas pelucas, sentarlas a la mesa contigo y tener agradables conversaciones con ellas, al estilo Tom Hanks con su amigo Wilson. (Lo sé, paso demasiado tiempo sola).

f) en estos tiempos de inmensos pechos siliconados, utilizarlas como alternativa ecológica y biodegradable a la prótesis mamaria, y rellenar con ellas el sujetador. Exagerado, diréis. Pero mirad qué bien le ha ido a Pamela Anderson. Quien por cierto, es canadiense.

g) cocinar unos suculentos muffins de calabaza.

Con esta receta declaro oficialmente clausurada la temporada obsesivo-monotemática de recetas con calabaza que habéis padecido últimamente los habituales del blog. Prometido.

La variedad que se utiliza como decoración, la citrouille o pumpkin, desde un punto de vista gastronómico, es la más sosa y menos interesante de toda la variedad de calabazas que se encuentran por aquí. Por eso se utiliza para hacer tartas o muffins, porque las especias y el azúcar le dan un poco de vidilla. Hay múltiples recetas, la que he utilizado (enlace más abajo) da unos resultados impecables.

La calabaza hace que la textura del bizcocho mejore considerablemente y sea esponjosa y húmeda, como debe de ser un buen bizcocho. Esa humedad es también la razón por la que no duran mucho tiempo. Os aconsejo que congeléis individualmente estos cupcakes -en crudo-, cuando estéis listos para hornearlos ni siquiera es necesario descongelarlos, y tendréis muffins recién hechos en un momento.

Resumiendo : excedente de calabazas + trabajo con niños = pumpkin cupcakes (muffins decorados, vaya). Y encima encontré una receta sanota. Vale, el colorante naranja radioactivo no es lo más sano y natural del mundo. Pero nadie dijo que una infancia ultraequilibrada nutricionalmente sea una infancia feliz.